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Que
lo sepa don Joaquín Delgado Roig, hermano mayor saliente del
Silencio. Que lo sepan el empresario don Nicolás Alvarez
Domínguez y el catedrático de Filosofía del Derecho don Andrés
Ollero Tassara. Sépanlo el ganadero don Alvaro Martínez Conradi,
el agricultor don José Fernández-Heredia Moreno y el bodeguero
don Damián Gallego Góngora, así como don Luis Bollaín Tienda,
cura del Opus en Pamplona, y don José F. Acedo Trujillo, letrado
de la Caja Rural. Sépanlo el cirujano don Jesús Domínguez-Rodiño
y Domínguez-Adame, y el padre don Ildefonso Camacho Laraña, S.J.
Sepan todos los antiguos alumnos de la Compañía que esto vieren
y leyeren que la nueva fase de las obras del Metro ha empezado
por nuestra nostalgia: por el patio del Colegio Portaceli.
En nuestro Portaceli no había patio. El patio era el Albero,
rectángulo de tierra de Alcalá que unía los cuatro pabellones en
que quedó el ambicioso proyecto de un Escorial docente, en la
Huerta del Rey que la Marquesa de Tarifa donó a los Jesuitas.
Aquel gigantesco proyecto era ya sólo una maqueta dentro de una
urna, en la sala de visitas de los internos. El patio de
Portaceli estaba en verdad en Villasís, donde ahora El Monte.
Cerrado como colegio, quedó como dormitorio de internos, que
iban y venían a Portaceli en El Coco, el primer autobús escolar
que hubo en Sevilla, un Pegaso azul y niquelado, matrícula
SE-21118. El patio del Villasís de Rafael Montesinos servía como
salón de actos, para los premios de final de curso, para cine
los días sin clase. Una noche salimos del cine y encontramos a
Sevilla nevada. Era el día de la Candelaria de 1954.
En el Albero se celebraban las Fiestas Rectorales. Una vez los
de Preparatoria representaron la visita a Sevilla de un rey
moro. Un niño hacía de rey moro en el haiga descapotable de
Rafael Carrión Moreno, otro de Cardenal Bueno Monreal y otro de
capitán general Castejón. Fiestas Rectorales a las que Alvaro
Domecq Romero traía su caballo jerezano y Luis Medina Fernández
de Córdoba, el Mosquito que le habían comprado en Artemán,
envidia de todos, sobre un fondo de cruzados de El Sifón,
guerreros del antifaz a lo divino y eucarístico.
A aquel Albero llegó un día como rector el padre José Antonio de
Sobrino Merello, primo de Rafael Alberti Merello,
mediopensionista del colegio de El Puerto. El Pae Sobrino venía
de Estados Unidos y en la revista ciclostilada «Bolheón» le
pusimos Johnny de mote, como el anterior rector fue Tomatito.
Johnny Sobrino cogió su fusil y castigó con pelado al cero a
todos los que habían robado cenicero en la visita del curso a
algo tan americano como él: la fábrica de Coca Cola. A los
padres de medio curso, les dio a elegir: o pelaba al niño al
cero, o lo expulsaba del colegio. El Pae Sobrino dejó a medio
curso como si se hubieran lavado la cabeza con agua fuerte. Y
pintó de colores diversos las persianas de madera en los cuatro
pabellones. Lo que me dio pie para mi primer artículo: «Ventanas
de colores». Era una redacción de clase, que el Pae Ortiz elogió
mucho y publicó en la revista del colegio. Aquel exquisito,
elegante, ignaciano padre Lorenzo Ortiz era para todos El
Mosquito, y a chufla se lo tomaban. Para Jacobo Cortines, para
Alberto Queraltó, para Miguel García Posadas y para mí era en
cambio nuestro maestro, el que alentaba nuestra vocación
literaria. El refinado liberal que en un ambiente inquisitorial
nos hacía leer a Unamuno, a Lorca, a Juan Ramón, a Miguel
Hernández, oír a Debussy y a Falla. Al que ahora agradecido
evoco, cuando escribo esta redacción escolar para anunciar a mis
antiguos condiscípulos que la nueva fase de las obras del Metro
ha empezado exactamente en nuestra nostalgia, en el patio de
Portaceli, Corazón Inmaculado que nunca podré olvidar.
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