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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | LA TERCERA


La verdad del campo

LA villa ducal de Osuna tiene una almazara que muele uno de los mejores aceites del orbe católico. Algo tiene el agua cuando la bendicen y algo el aceite cuando la Iglesia lo eleva a la dimensión sacramental. Santolio llamaban en mi tierra al santo óleo. Al sacramental aceite de la unción de los pies de los enfermos para los últimos pasos de la vida; de la frente de los bautizandos para los primeros; de las manos consagradas al sacerdocio. La villa de Osuna, donde un duque hizo una Acrópolis del barroco entre olivares, está en esas últimas estribaciones de Grecia y Roma a las que solemos llamar Andalucía. Por eso Osuna tiene un Estrabón de alcalde. Un Estrabón actual, de Izquierda Unida. Un geógrafo práctico, que aplica amorosamente a su tierra lo que los cambiantes e inquietantes planes de enseñanza llaman Conocimiento del Medio. El alcalde geógrafo de Osuna se conoce el medio y se sabe de memoria los topónimos de la hoja del mapa de España 1:50.000 del Instituto Geográfico y Catastral, porque se la ha pateado. Lo conoce regajo a regajo, umbría a umbría, atardecer a atardecer, solano a solano. Igual que otros alcaldes recorren el término municipal para ver qué olivar de los que quedan en el ruedo del pueblo o junto al antiguo lejío de las eras del común pueden recalificar para un amiguete y benefactor del partido, promotor inmobiliario de Madrid que está deseandito pegar el pelotazo poniendo delante de la puesta de sol una tira de casitas adosadas, el alcalde de Osuna recorre en busca de la verdad del campo los que fueron estados de aquel duque dilapidador y rumboso, embajador del Reino de España en la Rusia de los zares que tiró al río Moscowa una vajilla de oro. El alcalde geógrafo hace ese interior camino de perfección en busca de la inalterable verdad del campo. En busca de tagarninas y rebusca de alcaparras.

Mucho se habla de la nueva cocina, pero muy poco de las viejas cocinas. Entre las viejas cocinas, el lustre antiguo de la andaluza. La cocina del subdesarrollo. La imaginación a los fogones, a los peroles y a las ollas de una gloriosa berza con tagarninas. Con una buena merluza de pincho, con una buena pierna de cordero, cualquiera es capaz de achicharrarse bajo los soles de la Guía Michelín. Es la cocina del dinero, que se hace en el Norte. En Andalucía se sigue haciendo la cocina de la imaginación. La cocina de los cortijos, la cocina de los corrales. La cocina de dar largas cambiadas al hambre a base de ingenio. Dad a un cocinero afamado, de los que piden respeto, unos mendrugos de pan y un tomate, a ver qué hacen. El ridículo más asombroso. No son capaces de hacer felices a los demás como no esté por delante la buena merluza de pincho, el lomo de ternera. Tirarán a la basura esos mendrugos de pan duro y ese tomate. Con los que en Cádiz, en Sanlúcar, harán la maravilla de la sopa de tomate que tantas hambres quitó. Esa cocina popular andaluza hizo maravillas contra las hambres aprovechando lo que el campo libremente daba: unos caracoles, unos palmitos, unos bravíos espárragos trigueros, los berros del arroyo, las vísceras que desprecian en el matadero. O unas tagarninas. Yo he tomado un revuelto de tagarninas cogidas personalmente por el alcalde de Osuna y fue la cosa más exquisita que en mi vida probé.

El licenciado Marcos Quijada, que tal cervantina gracia y título tiene el alcalde de Osuna, está muy satisfecho de lo que le dije un día: más que en izquierdas y derechas, deberíamos empezar a clasificar a los alcaldes en los que saben coger tagarninas y los que no saben cogerlas. Si en la Casa de Campo hubiera tagarninas, seguro que Ruiz-Gallardón sabría cogerlas. Mucho mejor que Esperanza Aguirre, que me parece que no es nada de las tagarninas. Y Pascual Maragall ha llegado a la presidencia de la Generalidad porque en la alcaldía de Barcelona supo aprovechar el tiempo, dedicándose a coger las tagarninas del nacionalismo en los abandonados montes de Convergencia, porque los catalanistas oficiales se dedican mayormente a coger rovellons. En Galicia tiene que haber tagarninas, porque me pega muchísimo que Paco Vázquez sepa cogerlas, como Pedro Pacheco no solamente las cogerá, sino que se las comerá crudas.

Y como el apaño de tagarninas por las umbrías de los montes aclara las ideas del grecolatino geógrafo alcalde de Osuna, ha proclamado esa verdad del campo que nuestra política, tan urbana, tan tecnificada, olvida: «La gente del campo tiene una cultura ecológica adquirida en contacto directo con la naturaleza. El desarrollo sostenible de la Conferencia de Río lleva siglos funcionando en nuestros pueblos». Esa cultura se está perdiendo en nuestros abandonados campos, cuya cosecha fundamental son ya las subvenciones europeas. Extendería la certeza de este desconocimiento de la verdad del campo a los que tienen su responsabilidad administrativa. Aquí no sabemos hacer las preguntas fundamentales cuando hay un coloquio sobre política agraria. Que no tienen nada que ver con las subvenciones europeas, ni con el terrible horizonte de ese año 2007 en que desaparecerán, sino con verdades más elementales y cercanas. ¿Sabe la ministra de Agricultura distinguir una encina de un alcornoque, un olivo de un acebuche, la cebada del trigo antes que las espigas empiecen a cabecear? Lo peor de nuestra política agraria es que sus responsables, en la administración central y en las autonómicas, son incapaces de captar la filosofía del campo. Ese espíritu del campo que se puede ver, oler, sentir, incluso tocar, cuando se va a coger tagarninas, pero que no puede resumirse en un tratado de agronomía, un dossier, una tabla estadística, un decreto agropecuario, una página del Boletín Oficial. El campo habla, pero hay que saber oírlo, y su sonido de chicharras y tórtolas, de barcinas y solanos no llega a la ciudad y mucho menos a los despachos de los ministerios. En esos despachos no saben que los olivos hablan, si se sabe escucharlos cuando la plata de sus hojas compite con la Luna, en noches de aceitunas en granazón y almazaras al aguardo con el esparto nuevo de los capachos.

Un olivarero de Antequera, de los que llevan el aceite de la hojiblanca al ancho mundo, me ofrece la solución contra la incultura agraria de esta sociedad urbana y de servicios, donde los alcaldes no saben coger tagarninas y los consejeros de Agricultura no distinguen una encina de un alcornoque. Al campo hay que quererlo, amarlo, sentirlo. Más que técnicas y dosieres, el campo necesita sensibilidad. Todo lo que se debe saber sobre el campo y no cabe en todos los tomos de agronomía viene recogido en un pequeño libro de 125 páginas: «Las cosas del campo», de José Antonio Muñoz Rojas, señor de la antequerana Casería del Conde, Virgilio andaluz pasado por Oxford. Allí, por ejemplo, dice Muñoz Rojas de los problemas del olivar: «¡Oh viejo olivar! Cinco fanegas de tierra mal contadas, unos rimeros de olivos viejos, y ¡cuánta belleza! Los troncos negruzcos, agrietados, retorcidos, enjutísimos, nadie sabe cómo sostienen los ramones tiernos, la hoja brillante, la flor en abril, la aceituna en agosto. Hijos del resol, sujetos a toda helada, maltratados de años y hachas, añadiendo todavía hermosura al paisaje...»

A los diputados de la Comisión de Agricultura del Congreso yo les haría oír un capítulo del libro de Muñoz Rojas, como una lectura litúrgica del evangelio de las verdades del campo, antes de cada sesión. La verdad de la tierra eterna: «Sola y eterna, tierra de arados, de sementeras y de olivar, mil veces regada con sudores de hombres, con cuidados, con maldiciones, con desesperaciones de hombres, hermosura diaria, espejo y descanso nuestro. Nunca cansas, siempre lista, inscrita una y otra vez por hierros y por huellas, volcada por rejas al sol y a la lluvia, a todo tempero, siempre con la dádiva conforme al trabajo, medida a nuestros huesos. ¡Ay de los que te olvidaren, de los que en su piel y en sus ojos pierdan tu recuerdo, de los que no se refresquen contigo, de los que te pierdan de alma!»

Si Fischler hubiese leído este pequeño tesoro de nuestro campo y hubiera hecho las reformas de la PAC siguiendo sus divinas enseñanzas, mucho se hubiese cuidado de que garantizasen la pervivencia de ese mundo que prodigiosamente describe Muñoz Rojas. Ya que no podemos exigir que todos los responsables de Agricultura sepan coger tagarninas, pidamos al menos que antes de mover un solo papel lean obligatoriamente la verdad del campo en las 125 hermosas páginas de Muñoz Rojas.




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