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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Las coronas y el pintarraqueo

POR La Oliva, en la avenida de la Paz. En Cardenal Bueno Monreal, frente a Villa Luisa. Por la calle Canal, donde esa exposición al aire libre de coches de segunda mano es una Fibes perenne de automóviles de ocasión. O por Doctor Fedriani, cerca del hospital que el habla sevillana degrada y llama Policlínico. En decenas de farolas y sobre todo de semáforos, las coronas de flores colgadas como recuerdo de un accidente mortal. Se han hecho tan habituales que pasamos ante este Arlington a la sevillana y nos parece lo más normal. Pensamos, en todo caso, en el mal gusto de las flores de plástico, ajadas por el sol y la lluvia como si no fueran contrahechas. En ese 2 de noviembre que dura todo el año, perenne Día de Difuntos de las coronas en los semáforos, no pensamos que allí murió un hombre. Es más que probable que fuera un muchacho, un viernes por la noche, un sábado de madrugada o a las claras del domingo. En los terribles fines de semana en que el alcohol y los tripis se saltan todos los semáforos en rojo, espantoso goteo habitual de muertos en una Operación Salida de la que no se habla: la Operación Salida de las discotecas y los bares de copas.

A las coronas mortuorias de los semáforos les pasa como a las pintadas de los grafiteros: nos parecen lo más normal del mundo, porque se han incorporado al paisaje de una ciudad cada vez más degradada, sucia, abandonada. En el Museo, con la exposición de los cuadros sevillanos de Tita Cervera, o en Santa Inés, con las obras de Santiago Martínez, Bacarisas, Hohenleiter, García Rodríguez o Parrilla de la exposición de los 75 años de ABC, hay una ciudad pintada. Una ciudad ideal, de ensoñación, hermosa, armónica, limpia, que es la que nos queda en el recuerdo. La que aún nos da de comer, la que es nuestra principal fuente de riqueza. No se olvide que Sevilla vive del turismo y que el turismo viene por la ciudad soñada y pintada, no por la ciudad real pintarraqueada de las litronas y las botellonas, de los muchachos muertos en los semáforos, de las vomitonas y meadas colectivas en los rincones, de la guarrería, de los camiones de limpieza que dejan más basura que quitan. La ciudad pintada en las guías turísticas no tiene nada que ver con la ciudad que vivimos, que es la ciudad pintarraqueada por los grafiteros. No hay monumento donde un niñato producto de la LOGSE y de este sociedad sin principios, sin valores y sin autoridad de los padres, con un espray de pintura en la mano, no diga:

-Ea, aquí estoy yo.

Y el hijo de la gran puta... Sí, he dicho hijo de la gran puta. Y el hijo de la gran puta va y pintarraquea con el grafiti de su firma la fachada que la comunidad de vecinos se ha gastado un dineral en pintar la semana pasada. Y pintarraquea la fachada del comercio tan blanco y acristalado que nos hace pensar que estamos en Milán, já, já, poleá. Y no deja sin su firma cierre metálico de comercio alguno, ni zócalo de convento, ni blanca tapia de cal. Si en las Vascongadas acabaron con el terrorismo callejero de los jarrais, aquí debemos terminar cuanto antes con el terrorismo estético callejero de los esprais. Por la vía vascongada: trincándolos y haciendo pagar a los padres los daños de la gracia del niñato. El día que un juez haga pagar al padre de uno de estos hideputas la limpieza de la fachada que envileció el prenda, podemos empezar a pensar en una solución para esta preocupante degradación estética de Sevilla. Que aunque siga teniendo una óptima imagen pintada, soñada, un nombre universal para el turismo, en la realidad es una calle sucia, llena de veladores y de restaurantes ínfimos, con las fachadas pintarraqueadas por un niñato y con una corona de flores de plástico que recuerda en un semáforo dónde se mató de madrugada con el vespino uno que salía de la discoteca ciego de tripis y cubatas.




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