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POR
La Oliva, en la avenida de la Paz. En Cardenal Bueno Monreal,
frente a Villa Luisa. Por la calle Canal, donde esa exposición
al aire libre de coches de segunda mano es una Fibes perenne de
automóviles de ocasión. O por Doctor Fedriani, cerca del
hospital que el habla sevillana degrada y llama Policlínico. En
decenas de farolas y sobre todo de semáforos, las coronas de
flores colgadas como recuerdo de un accidente mortal. Se han
hecho tan habituales que pasamos ante este Arlington a la
sevillana y nos parece lo más normal. Pensamos, en todo caso, en
el mal gusto de las flores de plástico, ajadas por el sol y la
lluvia como si no fueran contrahechas. En ese 2 de noviembre que
dura todo el año, perenne Día de Difuntos de las coronas en los
semáforos, no pensamos que allí murió un hombre. Es más que
probable que fuera un muchacho, un viernes por la noche, un
sábado de madrugada o a las claras del domingo. En los terribles
fines de semana en que el alcohol y los tripis se saltan todos
los semáforos en rojo, espantoso goteo habitual de muertos en
una Operación Salida de la que no se habla: la Operación Salida
de las discotecas y los bares de copas.
A las coronas mortuorias de los semáforos les pasa como a las
pintadas de los grafiteros: nos parecen lo más normal del mundo,
porque se han incorporado al paisaje de una ciudad cada vez más
degradada, sucia, abandonada. En el Museo, con la exposición de
los cuadros sevillanos de Tita Cervera, o en Santa Inés, con las
obras de Santiago Martínez, Bacarisas, Hohenleiter, García
Rodríguez o Parrilla de la exposición de los 75 años de ABC, hay
una ciudad pintada. Una ciudad ideal, de ensoñación, hermosa,
armónica, limpia, que es la que nos queda en el recuerdo. La que
aún nos da de comer, la que es nuestra principal fuente de
riqueza. No se olvide que Sevilla vive del turismo y que el
turismo viene por la ciudad soñada y pintada, no por la ciudad
real pintarraqueada de las litronas y las botellonas, de los
muchachos muertos en los semáforos, de las vomitonas y meadas
colectivas en los rincones, de la guarrería, de los camiones de
limpieza que dejan más basura que quitan. La ciudad pintada en
las guías turísticas no tiene nada que ver con la ciudad que
vivimos, que es la ciudad pintarraqueada por los grafiteros. No
hay monumento donde un niñato producto de la LOGSE y de este
sociedad sin principios, sin valores y sin autoridad de los
padres, con un espray de pintura en la mano, no diga:
-Ea, aquí estoy yo.
Y el hijo de la gran puta... Sí, he dicho hijo de la gran puta.
Y el hijo de la gran puta va y pintarraquea con el grafiti de su
firma la fachada que la comunidad de vecinos se ha gastado un
dineral en pintar la semana pasada. Y pintarraquea la fachada
del comercio tan blanco y acristalado que nos hace pensar que
estamos en Milán, já, já, poleá. Y no deja sin su firma cierre
metálico de comercio alguno, ni zócalo de convento, ni blanca
tapia de cal. Si en las Vascongadas acabaron con el terrorismo
callejero de los jarrais, aquí debemos terminar cuanto antes con
el terrorismo estético callejero de los esprais. Por la vía
vascongada: trincándolos y haciendo pagar a los padres los daños
de la gracia del niñato. El día que un juez haga pagar al padre
de uno de estos hideputas la limpieza de la fachada que
envileció el prenda, podemos empezar a pensar en una solución
para esta preocupante degradación estética de Sevilla. Que
aunque siga teniendo una óptima imagen pintada, soñada, un
nombre universal para el turismo, en la realidad es una calle
sucia, llena de veladores y de restaurantes ínfimos, con las
fachadas pintarraqueadas por un niñato y con una corona de
flores de plástico que recuerda en un semáforo dónde se mató de
madrugada con el vespino uno que salía de la discoteca ciego de
tripis y cubatas.
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