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José
Miguel Rodríguez, ese pintor habanero, barroco tropical, que
disfraza a las aves del paraíso cubano de su nostalgia como
rumberas del Tropicana, inauguraba su exposición en la galería
anticuaria de Ana Abascal. En el mejor cahíz moyatoso de
Sevilla: junto a Casa Morales. José Miguel Rodríguez, a quien
pudieron leer, genialón siempre, en la entrevista de Pepe
Arenzana, tenía colgados junto a los cuadros los títulos que les
pone, tan Hollywood, tan Habana Vieja: «No es lo mismo la
Guantanamera que aguántame la manguera»; «Me alegro mucho de que
hayas venido y me alegro mucho de que te vayas»; «Tú sabes a que
a mí lo que me gusta es lo que tú sabes»; «Nunca pude ser lo que
quise y tampoco quise lo que pude»; «¿Dónde está el color, el
calor, el olor, el charol, el vaivén de La Habana?»; «Ya no hay
tantos besos como antes»; «Déjame quieto y vete pal carajo, pero
que ya».
Y entre estos títulos pictóricos, como una hermosura habanera
que se acabase de bajar de una volanta virreinal, Patricia
Medina Abascal, la hija de Ana Abascal. Traía Patricia colgada
al pecho, al modo de condecoración femenina, de lazo de dama,
una medalla muy vieja. No con un cordón renegrío de copla del
Pali, sino con un ajado lazo de seda, azul Purísima. En cuanto
vi aquella medalla que mi madre nos enseñó a tener en la mesilla
de noche, le dije:
-Qué bonito, Patricia, que traigas puesta la medalla de la
Virgen de la Antigua.
-¿Ah, tú sabes de qué es esta medalla? Pues eres el primero que
me lo dice. Estaba rodando por casa de mi abuela y la vi tan
bonita, que me la colgué. Pero nadie sabía de qué era.
Pues es la medalla de la Virgen de la Antigua que Sevilla acuñó
para el Congreso Mariano Hispanoamericano de 1929, en los
esplendores de la Exposición, bajo el pontificado del Cardenal
Ilundain. Medalla que lleva la delicada silueta de la Virgen con
el Niño y la rosa, tan bizantina, tan colombina, tan secreta,
tan nuestra, que se venera en su capilla, pintada en los muros
de la Catedral, junto a los mausoleos de los arzobispos Salcedo
y Hurtado de Mendoza. Por el anverso de la medalla, la Antigua;
por el reverso, las armas del Cabildo, Giralda entre jarras de
azucenas. Sevilla pura de la Purísima devoción mariana. Tuvo que
haber por Sevilla cientos de estas medallas. De anticuario las
he conseguido en plata, en bronce, de calamina como la que
Patricia llevaba. El muy fernandino orfebre don Ricardo Roldán
me ha sacado su molde, y me las acuña en plata. Las regalo en
bodas y bautizos. Regalar una medalla de plata de la Virgen de
la Antigua es entregar un trozo de la más íntima memoria de
Sevilla. Ante Ella rezó Colón después que la Reina Católica lo
mandara por tabaco a América. Bartolomé de las Casas fue su
devoto. Quevedo le dedicó unos versos en los que hace decir a la
Virgen: «Y aunque me miráis tan niña,/ soy más Antigua que el
tiempo,/ mucho más que las edades/ y que los cuatro elementos».
En un silencio de medalla de plata y verso de Quevedo, el 24 de
noviembre se cumplen los 75 años de la coronación canónica de la
Virgen de la Antigua por el Cardenal Ilundain. Nadie ha dicho
oficialmente nada. Como no es una imagen que se pueda sacar bajo
palio para vanidad de capillitones, porque creo que no tiene ni
hermandad, nadie recuerda este aniversario de una coronación más
sevillana que muchas del tatachín y el chundarata. Ni siquiera
ese Consejo de Cofradías que la tiene delante, en el altar mayor
de su Capillita de la Puerta Jerez. Ni se ha editado cartel
alguno, ni se ha dado pregón, ni habrá procesión extraordinaria.
Mejor. Más íntima Sevilla. Más honda. Aunque ya he oído ese
pregón, ya he visto ese cartel, paraíso cerrado para pocos. Era
la vieja medalla de la Virgen de la Antigua que una bella mujer
llevaba al pecho. Quizá esa bella mujer que rendía un callado
homenaje a la Virgen de la Antigua era la misma y mejor Sevilla.
HISTORIA E ICONOGRAFIA DE LA VIRGEN DE LA ANTIGUA
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