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Mucho
se habla del temple y del estilo de los pintureros toreros
andaluces. Muy poco del valor y las hechuras de los toreros de
ambas Castillas, forjados en la reciedumbre de una plaza de
carros. Un torero andaluz evoca una pintura garbosa en el país
de un abanico. Un torero castellano evoca un cuadro de Solana en
esa plaza de carros, con garrotas de boina y blasfemia,
amenazantes si no se arrima. Es voz común que los toreros, sean
de donde fueren, están hechos de distinta madera. Si de otra
madera aromática estaban hechos José y Juan, Pepe Luis y
Ordóñez, Paula y Romero, no hablo de la reciedumbre y dureza de
olmo castellano, de álamo de ribera, de encina en cárdena
roqueda de que estaban hechos Domingo Ortega, Marcial Lalanda o
Antonio Bienvenida.
Esta madera de Castilla la tiene un torero de la política. En la
política hay toreros. De todos los tramos del escalafón. Con un
duro que cambiar o sin que valgan un duro. Cortitos de valor o
sobrados. Figuritas y figuras. Aznar es uno de estos toreros de
la política. Dejo al gusto y paladar de la afición que el sol y
la sombra califiquen su toreo. Me fijo ahora sólo en su madera.
Esa madera torera, distinta al resto de los mortales. Supe que
Aznar estaba hecho de esa madera torera la ya lejana mañana en
que los criminales de la ETA pusieron un coche-bomba al paso de
su automóvil. Aquello pegó el explotido, y entre hierros y
sangre se levantó después del revolcón de muerte. Y como está
hecho de la extraña madera de los toreros, como ellos, sin
mirarse siquiera la taleguilla, cogió otra vez los avíos y
volvió a ponerse en la cara del toro de España.
En su comparecencia ante la comisión del 11-M he vuelto a ver la
misma madera. Hay que estar hecho de otra madera para aguantar
once horas, once, tarascada tras tarascada, arreón de manso tras
arreón de manso, colada por el izquierdo tras colada por el
izquierdo, sin pestañear. Sin quitarse del sitio. Sin enmendar
la figura. Sin aliviarse. Sin ponerse fuera de cacho. Ideas
aparte, hay que admirar a Aznar por su resistencia física. Lo
suyo fue de Olimpiada. Me desperté, y mientras desayunaba, puse
la radio. Aznar empezaba a hablar. Leí los periódicos,
despacito. Aznar seguía hablando. Me duché. Aznar seguía
hablando. Atendí a tres llamadas de teléfono, salí a la calle,
hice tres mandados. En la radio del coche, Aznar seguía
hablando. Volví a casa, me tomé el aperitivo, almorcé. Aznar
seguía hablando. Me eché una siesta pijamera bien despachada. Al
despertarme, Aznar seguía hablando. Tuve de nuevo que a salir a
la calle, ver a un señor, hacer una compra. A la vuelta, Aznar
seguía hablando. Observé por televisión que en los bancos de los
comisionados había huecos. Habían salido a tomar un café, a
almorzar, a merendar, mientras Aznar seguía hablando. Se
turnaban, como los policías en el interrogatorio del malo de las
películas, pero Aznar seguía él solito allí. Hablando. Sólo le
faltaba el foco delante de los ojos y el otro con la pistola en
la sobaquera. Cansaba sólo el verlo. Estaba con la voz ya rota.
Me parecía que hasta le había crecido la barba, ¿no le va a
crecer? Y cuando todo parecía acabado, hala, ¡otro turno final
de todos los grupos!
De esta madera no estaba hecho ni Caracol el del Bulto, mozo de
espadas de Joselito, padre de Manolo Caracol. Quien tuvo un día
así en el Madrid republicano de la guerra incivil, una jornada
de bombardeos nacionales que se pasó enterita en el refugio,
desde las 9. Bomba va y bomba viene, a las 2 de la tarde,
Caracol ya no pudo más, desmayadito. Y jugándose la vida entre
los bombazos, salió a la calle y gritó a los aviones de Franco,
alzando las manos al cielo:
-Pero hijos míos, ¿es que no parais ni pá almorzar?
Con Aznar no pararon ni para almorzar. Es más: creo que todavía
está hablando. Como un redoble de conciencia.
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