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El
Ayuntamiento de Marbella está arriba, dentro de las calles
estrechas y antiguas del pueblo, barrio de Santa Cruz en versión
de bono de Bancotel. En la Plaza de los Naranjos, llena hasta el
último centímetro de veladores de turistas de paella a las siete
de la tarde, que creen ellos que es la hora típica de tomarla en
España. El Ayuntamiento de Marbella tiene una fachada de cal con
lápidas y escudos que recuerdan a los Reyes Católicos. Todos la
conocemos. Hemos visto cien veces a Julián Muñoz recorriendo esa
fachada, con sus pantalones de cintura Imperio, su fijador y sus
gafas negras modelo gobernador civil y jefe provincial del
Movimiento, haciendo el paseíllo hacia un pleno de escándalo,
acompañado de sus correspondientes cuadrillas de paparazis y
alcachofas. Y todos conocemos el interior de ese salón de plenos
del Ayuntamiento de Marbella, donde toda corrupción tiene su
asiento y toda degradación política su turno de réplica.
En el estrado de ese salón de plenos, el viernes se sentó un
Papá Noel. Acompañaba a Carlos Fernández, concejal delegado de
Fiestas. Anunciaron la llegada a Marbella del delicioso tiempo
de la Navidad: pequeño Caribe con paseo de mármol a la vera del
mar, cotillones de hoteles, tumbona al sol de un microclima que,
al cambio, es Miami; hasta con casa de Julio Iglesias al lado,
para que no le falte un perejil. En ese anuncio como anglosajón
o de colonia de jubilados holandeses, no sé si Papá Noel o el
concejal dijeron que más de dos millones de bombillas iluminarán
las calles de Marbella por Navidad.
Lo que no dijeron, ay, es que apenas horas más tarde, en
Marbella se iba a apagar una luz. La irrepetible luz de la vida
de un niño. Y que iba a ser en los soportales del Hotel
Andalucía Plaza, al lado del inmenso hall como de aeropuerto,
donde las mangadas de turistas japoneses con sus maletones de
ruedas esperan el autobús de vuelta. Soportales de moras ricas
vestidas de Dior que van a echar la tarde en las maquinitas del
casino, entre prestamistas y vendedores de lotería con ramita de
romero en la solapa. Soportales de restaurantes italianos, de
butís extrañísimas, de negocios que todos se preguntan cómo
pueden subsistir y que son de unos rusos más raros... Allí, en
ese hotel, una familia de La Rinconada disfrutaba del puente:
«Mira, y me han dicho que hay un túnel que se puede ir andando
directamente a Puerto Banús, que está ahí al lado». Iban a ser
unos días de sol, de tranquilidad, de comer en la calle, de
pasear por el puerto, que no, mujer, que Gunila ahora no está,
te crees tú que Gunila va a estar aquí esperando que tú llegues.
El niño, quizá, pidió que lo dejaran ir a los videojuegos
fantásticos que vio en el hall del hotel: «Luego, luego vas;
ahora me vas a acompañar a la peluquería y te quedas por
allí...». Lo que nadie sabía, ni lo anunció el concejal, ni el
Papá Noel de la rueda de prensa navideña lo dijo, es que en
Marbella, ay, los disparos de los videojuegos no están en las
pantallas de las maquinitas infantiles. Las mafias juegan a su
pleiesteichon con fuego real, con metralletas y encapuchados,
con matones y ajustes de cuentas. Aquella Marbella corrupta de
Jesús Gil que iba a ser Miami ha roto en Chicago. Hasta ahora
aparecían los argelinos con el matarile de un tiro en la nuca en
un chalé por la parte de Nagüeles. Ya junto al hall del
Andalucía Plaza los más terribles videojuegos no son de
mentirijillas digitales, sino de verdad. Las ráfagas de
metralleta rompen la alegría de las familias.
Si toda muerte causa espanto, a mí ahora se me ha cortado el
cuerpo pensando en los padres de ese niño de La Rinconada muerto
en el tiroteo de las mafias marbellíes, en los que iban a ser
los días de la felicidad.
En la Navidad de Marbella se ha apagado una luz. La
insustituible luz de la vida de un niño. Ningún Papá Noel lo
anunciará oficialmente en el Ayuntamiento de la Plaza de los
Naranjos.
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