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¿Hay
vida después de la muerte? Desde luego que sí. Si después de la
muerte hay hasta listas de espera, ¿no va a haber vida? Son las
listas de espera del crematorio. Si viviera Manolo Summers,
dibujaría uno de sus geniales chistes de humor negro. Lo
describo someramente. Fondo de cementerio de San Fernando.
Entrando, a la derecha, el crematorio. Llega una familia
doliente tras el coche fúnebre y uno de los enlutados deudos,
como si estuvieran en un ambulatorio, pregunta:
-¿Por qué número van?
-No, esta cola es para coger número. Los están dando para el
martes de la semana que viene...
Estamos en plena moda de las incineraciones. Nos sale el
sustrato romano de la Bética, los columbarios de la necrópolis
de Carmona. O nos salen, dicen otros, las razones económicas. El
metro cuadrado en el cementerio cuesta como si fuera en un local
de la calle Tetuán. Y el crematorio de Sevilla no da abasto. Ya
digo: listas de espera más allá de la vida, como para operarse
de cataratas en el SAS. El tanatorio está tan saturado como las
urgencias del Valme, y produce en las familias situaciones
angustiosas. Sobre el dolor de la muerte, tener que esperar dos,
tres días, para poder incinerar al ser querido, con su cadáver
esperando en la cámara del tanatorio de San Jerónimo o de la Ese
Treinta...
-¡Anda que lo que está escribiendo usted hoy es alegre por los
co...lumbarios!
Es que lo he vivido recientemente en el dolor de tres familias
amigas. Ante las increíbles listas de espera en un crematorio
desbordado, los sevillanos tienen que irse fuera de la ciudad a
incinerar los restos de sus seres queridos. Lo he visto sufrir
hace poco al modisto Antonio Benítez y a su hermano Angel el
ATS. La madre de los Benítez murió, con cien años venturosamente
cumplidos. Y como en el crematorio de Sevilla les daban cita
para cuatro días después, tuvieron que llevarla a incinerar a
Utrera, donde por lo visto no hay cola. Lo comprobé poco
después, tras la muerte de don Antonio Alvarez Díaz de Mayorga,
el padre de los hermanos Alvarez Domínguez: de Pedro, el
presidente del Club Pineda; de Pascual, el campeón de raids
hípicos; de Nicolás, el empresario de Visa Sur. Con todo el
dolor de la muerte de quien les enseñó con el ejemplo de su vida
a ser tan caballerosos y trabajadores, los hermanos Alvarez
Domínguez tuvieron que irse a Utrera para poder incinerar a su
padre.
Claro que lo de otros hermanos ha sido peor. Me refiero a los
hermanos Abascal. Sí, a Ana María Abascal, a Nati Abascal, a
Cuqui, a Rafael, a los fantásticos Abascales. Murió su madre,
doña Natividad Romero de Toro. La primera señora, y qué señora,
que abrió en Sevilla una butí, a la que puso su nombre, Natuca,
en aquella ciudad en que la miraron como a un bicho raro. (Como
miraron a Conchita Polavieja por haber puesto un negocio de
telas de tapicería en Virgen del Valle o a Carmen Burgos de Maza
Selas por haber abierto también en Los Remedios su butí El
Piso.) Lo de los Abascales fue aun peor que lo de los Benítez o
los Alvarez Domínguez. Ni en Utrera había turno para poder
incinerar a la pobre de Natuca sin tener que esperar días y
días. La tuvieron que incinerar en Huelva. Sí, como suena: en
Huelva.
Los que tendrían que solucionar este desastre, ¿es que no
piensan en la tribulación sobre el dolor que han de sufrir los
que han perdido a alguien muy querido, buscando de prisa dónde
poder incinerarlo sin tener que prolongar la pena? Dijeron que
iban a ampliar el crematorio de San Fernando o a hacer uno
nuevo. Lo han ampliado, sí: en Utrera o en Huelva. Debe de ser
cosa de nuestras nuevas tecnologías: en Sevilla hemos inventado
las listas de espera más allá de la muerte.
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