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Un
abanico que se cierra es como un telón que cae al final de una
función de teatro. Como los ojos de un ser amado, se han cerrado
para siempre las varillas de un abanico. Llevaba pintados en su
país los últimos ciento cincuenta años de la vida de Sevilla.
Las grandes damas tenían en sus manos el abanico, cuyo lenguaje
conocían con la filología del amor y el desengaño. Sevilla, gran
dama, tenía ese abanico en sus manos. Tras él asomaba Sevilla
sus ojos, en un escaparate de la calle Sierpes. Con sus ojos
celados por ese abanico, Sevilla vio pasar las levitas de los
cortesanos que vinieron con la Reina Isabelona a inaugurar el
puente de Triana; los sombreros de copa de los conspiradores de
la Septembrina; los cuellos duros de la Restauración; los
rayadillos de la guerra de Cuba; las chaquetas blancas del 10 de
agosto; las camisas azules del 18 de julio. Tras ese abanico de
la calle Sierpes, Sevilla vio pasar esperanzas y tristezas,
riadas y cofradías, reinados y revoluciones, exposiciones y
guerras.
Era el abanico del escaparate de Casa Rubio. La había fundado en
1853 un antepasado de doña Isabel Sahagún, su última
propietaria, con cuyo fallecimiento se nos va también una de las
tiendas más antiguas de Sierpes. En los escaparates de Rubio se
ha cerrado para siempre el abanico de Sevilla y lloran de pena
las batas de cola de las muñequitas de Marín. En la baranda de
sus balcones, como una premonición, estaban ya cerrados sus
heráldicos paraguas de hierro. Sevilla pierde con Casa Rubio
como dos de los cuatro elementos: el aire de los abanicos, el
agua de los paraguas. Cernudiana calle del Aire de los abanicos,
Callejón del Agua de los paraguas. Como nos queda la tierra
ingrata para pisar certezas y el fuego de la memoria para
recordar, ahora enciendo la radio de cretona. Pongo Radio
Sevilla. Suena el anuncio. Rafael Santisteban dialoga con el
coro de niños a la rueda, rueda:
-Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva...
-¡Pero si esto es el diluvio!
- Pues cómprese un paraguas en Casa de Rubio...
Me compro un paraguas en Casa de Rubio para aguantar el
chaparrón de estos comercios tradicionales que se nos mueren,
con los que nos vamos muriendo. En Sevilla se ha inventado un
género periodístico único en el mundo: el obituario de la tienda
tradicional, la necrológica del comercio histórico. Le pongo a
Casa Rubio una esquela del modelo 5 porque antes leímos las
mortuorias de Casa Marciano, de la Botica del Globo, de Los Tres
Leones, de Los Tres Reyes, de Las Siete Puertas de la Europa, de
la Casa de las Esencias, de Los Corales. Miro los balcones con
el heráldico paraguas de hierro y evoco a don José Rubio Valero,
que impulsó el negocio, que le encargó su reforma al pintor
Maireles. A José Rubio le pintaban los países de los abanicos
artistas como Hohenleiter, como Martínez de León. José Antonio
Blázquez le pintaba toreros en los monederos de Ubrique. En
aquella calle Sierpes, Pepe Rubio con sus paraguas, sus
abanicos, sus recuerdos de Sevilla. Frente, un antiguo
dependiente que se estableció por su cuenta, Angel Casal, con
sus bolsos. Pepe Rubio no sabe que andando el tiempo su propia
tienda será un recuerdo de Sevilla, la memoria de una Giralda de
calamina con una luz por dentro. La juanramoniana luz con el
tiempo dentro.
Se ha cerrado el varillaje del abanico de un trozo de Sevilla.
Se ha echado el telón de un país pintado por Santiago Martínez.
Ha cerrado Casa Rubio. Que Mercurio, dios del comercio
sevillano, la tenga en su santa gloria. El coro de niños que
Pepe Rubio hacía dialogar en la radio con Rafael Santisteban no
ha callado. Ese coro, a la rueda, rueda, nos dice que en el
cementerio de la memoria, Sevilla está levantando el panteón
para enterrar a Casa Rubio. Son los tres abanicos de la portada
de la Feria.
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