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Los
neoyorquinos la llaman «skyline»: la línea de cielo. Es la
silueta de los rascacielos de Nueva York. Silueta que se puede
contemplar cuando se va desde el aeropuerto JFK a Manhattan. A
la que, mirando por la luneta trasera del taxi que nos lleva al
avión de vuelta a Sevilla, le decimos adiós cuando nos venimos.
Esta evocada llegada y salida de la Gran Manzana no será extraña
para muchísimos sevillanos. A los sevillanos nos encanta Nueva
York. Nos podría encantar Florencia, prima hermana nuestra, o
Roma, de donde vienen nuestras raíces, pero el sevillano
novelero se entusiasma más con Nueva York. Y nada les digo
cuando un sevillano se encuentra con otro en la Quinta Avenida,
en plan calle Sierpes...
Como un Nueva York con Casa Lucio, Madrid también tiene su línea
de cielo. Con sus rascacielos. Los sevillanos estamos hartos de
verla. Desde el Ave. El tren llega al Cerro de los Ángeles y la
vía describe un amplio círculo acercándose a Madrid. Entonces se
nos ofrece por la ventanilla la silueta de Madrid como en una
postal panorámica. A poco Madrid que se sepa, identificamos los
decanos de los rascacielos: la Telefónica de la Gran Vía, el
Edificio España, la Torre de Madrid. Y los clásicos
contemporáneos: las Torres de Kío, Torre Picasso, Torre España.
Dicen que cuando ahora nos acerquemos a Madrid encontraremos
cambiada esa línea de horizonte: echaremos en falta el ardido
edificio Windsor. Que el Dios de los cielos lo tenga en su
gloria.
Con el Windsor aún casi ardiendo en las cuatro esquinas de
Madrid, por allí jumea, he pensado en la línea de cielo de
Sevilla. Ese cielo de Sevilla del que Don Alfonso XIII dijo que
no necesita rascacielos, porque no le pica nada. ¿Tiene Sevilla
«skyline»? Depende desde dónde se mire. Sevilla es una ciudad
plana. Honda, pero plana. Me remito a un testimonio literario
poco conocido: la evocación que Pedro Salinas hace de su entrada
por vez primera en Sevilla, en coche de caballos desde la
estación. Dice que encontró a Sevilla llana como una mano
abierta. Para ver el contemplado mar de esa mano abierta hay que
irse a la Cuesta de Castilleja. O a Montequinto. O a la
carretera de Alcalá. Sólo desde las alturas de poniente y
levante es clara la perspectiva de Sevilla. De su línea de
cielo. Cada vez más poblada. A comienzos del XX, sólo se
silueteaba la Giralda en el horizonte. La desafiaron después las
torres de la Plazaspaña. Luego, La Aurora en la Avenida. Y se
levantó la veda. Vino la Torre de los Remedios. Rompieron la
perspectiva de cielo marismeño al final de La Palmera con la
torre de Pedro Salvador. Levantaron la más prescindible y
superflua agresión a la altura de la Giralda: el falo erecto del
Alamillo. ¿Qué falta le hacía a ese puente tener un pingorote
inútil que se ve desde todas partes, que la Esperanza lo trae al
fondo en la Madrugada cuando viene por Anchalaferia? No quedó
ahí la cosa. En La Buhaira levantaron otra torre. Y como dos
mejor que una, otra más: el hotel Sevilla Center.
¿Por qué no preservó Sevilla su línea de cielo? Madrid y Nueva
York pueden levantar lo que quieran, porque allí no hay Giralda.
Pero aquí le hemos perdido el respeto histórico de la
servidumbre de horizonte a la Giralda. Esperemos que el capataz
de Urbanismo diga «ahí queó» y no haya más golpes de martillo
para la levantá de aprendices de rascacielos en un horizonte
donde la Giralda debe ser Madre y Maestra.
Y ya que en Madrid ha ardido el Windsor y ya que aquí tenemos
esos edificios que con las calores y el viento solano del verano
pueden ser teas, no estaría de más que los bomberos les echaran
una miraíta a nuestros rascacielitos, a La Aurora, a la Torre de
los Remedios, a la torre de Pedro Salvador, a las dos torres de
La Buhaira. Salvo que Fernández Becerra dé a Santas Justa y
Rufina un curso de prevención de incendios.
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