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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Nuestros rascacielitos a lo Windsor

Los neoyorquinos la llaman «skyline»: la línea de cielo. Es la silueta de los rascacielos de Nueva York. Silueta que se puede contemplar cuando se va desde el aeropuerto JFK a Manhattan. A la que, mirando por la luneta trasera del taxi que nos lleva al avión de vuelta a Sevilla, le decimos adiós cuando nos venimos. Esta evocada llegada y salida de la Gran Manzana no será extraña para muchísimos sevillanos. A los sevillanos nos encanta Nueva York. Nos podría encantar Florencia, prima hermana nuestra, o Roma, de donde vienen nuestras raíces, pero el sevillano novelero se entusiasma más con Nueva York. Y nada les digo cuando un sevillano se encuentra con otro en la Quinta Avenida, en plan calle Sierpes...

Como un Nueva York con Casa Lucio, Madrid también tiene su línea de cielo. Con sus rascacielos. Los sevillanos estamos hartos de verla. Desde el Ave. El tren llega al Cerro de los Ángeles y la vía describe un amplio círculo acercándose a Madrid. Entonces se nos ofrece por la ventanilla la silueta de Madrid como en una postal panorámica. A poco Madrid que se sepa, identificamos los decanos de los rascacielos: la Telefónica de la Gran Vía, el Edificio España, la Torre de Madrid. Y los clásicos contemporáneos: las Torres de Kío, Torre Picasso, Torre España. Dicen que cuando ahora nos acerquemos a Madrid encontraremos cambiada esa línea de horizonte: echaremos en falta el ardido edificio Windsor. Que el Dios de los cielos lo tenga en su gloria.

Con el Windsor aún casi ardiendo en las cuatro esquinas de Madrid, por allí jumea, he pensado en la línea de cielo de Sevilla. Ese cielo de Sevilla del que Don Alfonso XIII dijo que no necesita rascacielos, porque no le pica nada. ¿Tiene Sevilla «skyline»? Depende desde dónde se mire. Sevilla es una ciudad plana. Honda, pero plana. Me remito a un testimonio literario poco conocido: la evocación que Pedro Salinas hace de su entrada por vez primera en Sevilla, en coche de caballos desde la estación. Dice que encontró a Sevilla llana como una mano abierta. Para ver el contemplado mar de esa mano abierta hay que irse a la Cuesta de Castilleja. O a Montequinto. O a la carretera de Alcalá. Sólo desde las alturas de poniente y levante es clara la perspectiva de Sevilla. De su línea de cielo. Cada vez más poblada. A comienzos del XX, sólo se silueteaba la Giralda en el horizonte. La desafiaron después las torres de la Plazaspaña. Luego, La Aurora en la Avenida. Y se levantó la veda. Vino la Torre de los Remedios. Rompieron la perspectiva de cielo marismeño al final de La Palmera con la torre de Pedro Salvador. Levantaron la más prescindible y superflua agresión a la altura de la Giralda: el falo erecto del Alamillo. ¿Qué falta le hacía a ese puente tener un pingorote inútil que se ve desde todas partes, que la Esperanza lo trae al fondo en la Madrugada cuando viene por Anchalaferia? No quedó ahí la cosa. En La Buhaira levantaron otra torre. Y como dos mejor que una, otra más: el hotel Sevilla Center.

¿Por qué no preservó Sevilla su línea de cielo? Madrid y Nueva York pueden levantar lo que quieran, porque allí no hay Giralda. Pero aquí le hemos perdido el respeto histórico de la servidumbre de horizonte a la Giralda. Esperemos que el capataz de Urbanismo diga «ahí queó» y no haya más golpes de martillo para la levantá de aprendices de rascacielos en un horizonte donde la Giralda debe ser Madre y Maestra.

Y ya que en Madrid ha ardido el Windsor y ya que aquí tenemos esos edificios que con las calores y el viento solano del verano pueden ser teas, no estaría de más que los bomberos les echaran una miraíta a nuestros rascacielitos, a La Aurora, a la Torre de los Remedios, a la torre de Pedro Salvador, a las dos torres de La Buhaira. Salvo que Fernández Becerra dé a Santas Justa y Rufina un curso de prevención de incendios.




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