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Lo
hispano está de moda en los Estados Unidos. Hispano es como
llamamos vergonzantemente a lo español cuando se trata de
nuestra lengua o cultura en Estados Unidos. Hispano es a español
como Estado Español es a España (y perdón por lo de España). Y
como lo español está de moda en Estados Unidos, golpe a golpe,
verso a verso, Almodóvar a Almodóvar, Amenábar a Amenábar,
estamos haciendo goyesca la entrega de los Oscar. La Habana es
Cádiz con más negritos y Los Angeles es Madrid con más
trajecitos negritos y más corbatitas negritas. ¡Si aquello
parecía el entierro de Ramón Sampedro, tanto traje y corbata
negros! Ha sido adoptado como uniforme oficial de los Oscar el
atuendo de los chicos del coro, del coro del «no a la guerra».
Degenerando, degenerando, como el banderillero de Belmonte, los
Oscar han llegado a parecerse totalmente a los Goya. Han hecho
goyesca, goyesca de premios Goya, la ceremonia. Hay ya dos
goyescas importantes: la goyesca de Ronda, con Rivera Ordóñez y
dos más, y la goyesca de Hollywood, con Amenábar y dos más, que
pueden ser Almodóvar y Bardem. Más que «Al otro lado del río» de
Jorge Drexler, tenía que haber sonado «Goyescas» de Granados, en
la película de Benito Perojo con Imperio Argentina. Antonio
Banderas y Santana hubieran bordado este óle catapún en el que
Goya ha hecho pasar al Oscar por el Arco de Cuchilleros, y óle,
catapún, pun, pun.
Así que ellas de tiros largos, de Versace, de Valentino, de
Laroche, de Galliano, de Lanvin, un pastón, pidiendo prestadas
espaldas para mostrarlas hasta la mismísima pérdida de su
nombre, venga lujo, venga pedrerías. Y ellos, de trapillo. De
trapillo negro, pero trapillo. Goya ha hecho que los Oscar
también manden el esmoquin a mejor vida. Vas de esmoquin a los
Oscar y lo más probable es que, salvo que te llames Clint
Eastwood, no te entreguen una estatuilla, sino que te pidan un
güisqui con soda, porque te confundan con un camarero del
cáterin, del Katherine Hepburn naturalmente. Eso mismo es lo que
pasaba aquí en los Goya: ellas de Oscar, de Oscar de la Renta,
para arriba, y ellos de camisetilla negra guarra y sudada bajo
la chupa de cuero. En Hollywood han aceptado el goyesco trapillo
masculino junto al glamur femenino. Iban todos algo así como de
palmeros de Peret o del que toca el cajón flamenco con José
Mercé. Las jóvenes promesas han jubilado la corbata de lazo y la
camisa con cuello de pajarita y pechera dura, almidonada.
Hollywood copia a los Goya y se llevan el premio de lo que le
ocurre al que la copia. Mariano Rajoy me comentaba un día su
perplejidad en esto de la etiqueta de las galas
cinematográficas. Cuando era ministro de Cultura, tuvo que
presidir la entrega de los Goya. Como la invitación ponía que la
etiqueta era esmoquin para los caballeros y traje largo para las
señoras, Rajoy se vistió de esmoquin y Viri, su mujer, de largo.
Y cuál no sería su sorpresa cuando llegaron al acto y vieron que
allí cada uno iba de su padre y de su madre, hasta con chalecos
de punto modelo «Mar adentro». Así subieron por sus estatuillas
los artistas y directores premiados y se contaban con los dedos
de una mano los esmóquines y las corbatas de lazo. Pero he aquí
que semanas más tarde hubo una película española entre las
finalistas de los Oscar. Y vio entonces el ministro de Cultura
en la entrega de los Oscar cómo aquellos mismos premiados
artistas españoles que con sus camisetas negras le habían hecho
sentirse ridículo con su esmoquin en los Goya, iban en cambio
perfectamente vestidos tal como exigía la etiqueta de Hollywood.
Eso: exigía. Ahora también han triunfado allí los trapillos
goyescos. Se ha impuesto la goyesca etiqueta de «Caiga quien
caiga». El esmoquin ha caído como el Imperio Romano en la
película de Anthony Mann. Y ha vestido a Amenábar tan de negro
riguroso que yo no sabría si felicitarlo o darle el pésame.
¿No sería que le estaba guardando el luto a Ramón Sampedro?
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