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Nada
hay más desdibujado en la memoria del niño que la geografía de
las calles. Entonces le quedaba por aprender hasta sus
nombres. Aquella donde había una barbería con un maestro muy
gordo y muy calvo, siempre en la puerta con su bata blanca,
hablando de toros. La otra en cuya esquina estaba la botica de
las estanterías con botes de cerámica que el niño creía que
eran para guardar las pastillas de goma que le compraban de
premio cuando no se comía las uñas. Conocía las calles por las
cigüeñas que hacían su gazpacho en una espadaña, por el olor a
cola fundida de una carpintería, por el coche de caballos
siempre esperando a una señora muy enlutada de encajes negros,
rosario, velo y devocionario, que iba todos los días a misa
cuando pasaba, de la mano de la criada, camino del colegio,
con los muslos de los pantaloncitos cortos escocidos del frío.
A la criada de otro niño de la clase, al que también llevaban
por aquellas calles de las cigüeñas, la carpintería y la
señora del coche de caballos, le oyó decir una mañana:
-Desde que a su único hijo lo mataron en el frente nada más
que va de su casa a la iglesia y de la iglesia a su casa. Es
de comunión diaria...
No recuerda, por más que la evoca, en qué calle estaba el
taller de la bordadora. Había una casa muy grande, con un
patio, con muchos pintores y pilistras, por donde ponían el
Jueves. Por aquellas estrechas calles sin tranvías que se
pierden en una memoria de cal y lluvia antigua. Era invierno.
Su madre le dijo:
-Como este año ya vas a salir de nazareno, vendrás con
nosotros a la primera puntada del manto de la Virgen...
Fueron por aquellas calles hasta el taller de la bordadora.
Estaban allí los de la mesa de la hermandad. Bigotitos,
fijador, abrigos grises de espiguilla, gabardinas con unos
botones de cuero muy grandes. Mucho frío en aquel caserón
húmedo. En una sala, el inmenso bastidor del manto nuevo. Era
como los bastidores que veía por las ventanas de Manfredi en
la calle Jimios, cuando bordaban vestidos de luces para Manolo
González, para Pepín Martín Vázquez. El terciopelo granate del
manto, sobre el bastidor, le pareció un traje de luces para el
gigante de un cuento. De Lión, comprado en Tánger, decían
enigmáticamente. La Virgen tenía hasta entonces manto de
cofradía pobre, sin bordar. Cofradía con iglesia quemada en la
guerra y pasos estropeados por la riá. En la sonrisa de todos
mirando el terciopelo adivinaba que la hermandad estaba
empezando a dejar de ser pobre. Como ellos mismos. En casa
habían comprado un sillón de orejas para el butacazo de la
siesta de su padre y en la hermandad le iban a bordar el manto
a la Virgen. Como los ricos.
En el taller de la bordadora había mujeres de delantal, quizá
un cura. No lo recuerda ahora. Sí recuerda que la mujer del
hermano mayor dio solemnemente la primera puntada del manto
nuevo, con una aguja ensartada en oro, como un largo cabello
de ángel. Todos tocaron las palmas. Un fotógrafo tiró el
fogonazo de un retrato. Por alguna vieja revista, en
«Calvario», en «Amor», tiene que estar la foto. El niño tiene
que estar allí de pantalones cortos, repeinadito, con su
corbatita. Y su madre, tan guapa, al lado. Todas las mujeres
de la hermandad, («venga, nosotras no vamos a ser menos»)
dieron entre risas otras puntadas, ya sin foto y sin aplauso.
El que fue aquel niño, como cada año, volverá esta noche a ver
aquel manto que conoció sin bordar, extendido en un bastidor
como la vela de terciopelo de un barco de sueños. En ese oro
viejo, volverá a ver brillar un hilo. Un solo hilo de oro,
recién cosido. Cuando el paso se va, ve brillar ese hilo
único, acabadito de coser, en el ya viejo manto. En su
memoria, perdida entre la cal de las calles, brilla más nuevo
cada año el oro de la puntada que aquella noche dio su madre
en el terciopelo de este manto tan viejo ya como él.
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