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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El manto de la primera puntada

Nada hay más desdibujado en la memoria del niño que la geografía de las calles. Entonces le quedaba por aprender hasta sus nombres. Aquella donde había una barbería con un maestro muy gordo y muy calvo, siempre en la puerta con su bata blanca, hablando de toros. La otra en cuya esquina estaba la botica de las estanterías con botes de cerámica que el niño creía que eran para guardar las pastillas de goma que le compraban de premio cuando no se comía las uñas. Conocía las calles por las cigüeñas que hacían su gazpacho en una espadaña, por el olor a cola fundida de una carpintería, por el coche de caballos siempre esperando a una señora muy enlutada de encajes negros, rosario, velo y devocionario, que iba todos los días a misa cuando pasaba, de la mano de la criada, camino del colegio, con los muslos de los pantaloncitos cortos escocidos del frío. A la criada de otro niño de la clase, al que también llevaban por aquellas calles de las cigüeñas, la carpintería y la señora del coche de caballos, le oyó decir una mañana:

-Desde que a su único hijo lo mataron en el frente nada más que va de su casa a la iglesia y de la iglesia a su casa. Es de comunión diaria...

No recuerda, por más que la evoca, en qué calle estaba el taller de la bordadora. Había una casa muy grande, con un patio, con muchos pintores y pilistras, por donde ponían el Jueves. Por aquellas estrechas calles sin tranvías que se pierden en una memoria de cal y lluvia antigua. Era invierno. Su madre le dijo:

-Como este año ya vas a salir de nazareno, vendrás con nosotros a la primera puntada del manto de la Virgen...

Fueron por aquellas calles hasta el taller de la bordadora. Estaban allí los de la mesa de la hermandad. Bigotitos, fijador, abrigos grises de espiguilla, gabardinas con unos botones de cuero muy grandes. Mucho frío en aquel caserón húmedo. En una sala, el inmenso bastidor del manto nuevo. Era como los bastidores que veía por las ventanas de Manfredi en la calle Jimios, cuando bordaban vestidos de luces para Manolo González, para Pepín Martín Vázquez. El terciopelo granate del manto, sobre el bastidor, le pareció un traje de luces para el gigante de un cuento. De Lión, comprado en Tánger, decían enigmáticamente. La Virgen tenía hasta entonces manto de cofradía pobre, sin bordar. Cofradía con iglesia quemada en la guerra y pasos estropeados por la riá. En la sonrisa de todos mirando el terciopelo adivinaba que la hermandad estaba empezando a dejar de ser pobre. Como ellos mismos. En casa habían comprado un sillón de orejas para el butacazo de la siesta de su padre y en la hermandad le iban a bordar el manto a la Virgen. Como los ricos.

En el taller de la bordadora había mujeres de delantal, quizá un cura. No lo recuerda ahora. Sí recuerda que la mujer del hermano mayor dio solemnemente la primera puntada del manto nuevo, con una aguja ensartada en oro, como un largo cabello de ángel. Todos tocaron las palmas. Un fotógrafo tiró el fogonazo de un retrato. Por alguna vieja revista, en «Calvario», en «Amor», tiene que estar la foto. El niño tiene que estar allí de pantalones cortos, repeinadito, con su corbatita. Y su madre, tan guapa, al lado. Todas las mujeres de la hermandad, («venga, nosotras no vamos a ser menos») dieron entre risas otras puntadas, ya sin foto y sin aplauso.

El que fue aquel niño, como cada año, volverá esta noche a ver aquel manto que conoció sin bordar, extendido en un bastidor como la vela de terciopelo de un barco de sueños. En ese oro viejo, volverá a ver brillar un hilo. Un solo hilo de oro, recién cosido. Cuando el paso se va, ve brillar ese hilo único, acabadito de coser, en el ya viejo manto. En su memoria, perdida entre la cal de las calles, brilla más nuevo cada año el oro de la puntada que aquella noche dio su madre en el terciopelo de este manto tan viejo ya como él.



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