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Cuando
esta luz empezaba a ir a cuerpo, entonándose para darnos el
cante de la primavera, dije: «Vencejos del atardecer: sabed
que hay una ciudad que os espera para tener la certeza de que
es ella misma». Ya están aquí los vencejos. Han venido y todos
saben cómo ha sido. Heraldos de estas tardes en que creemos
que existe la ciudad soñada. Diferenciarlos de las golondrinas
es tan fácil como distinguir el Rute del Cazalla o el
hojiblanca del picual: cuestión de paladar. De saber verlos
llegar. Hay por mi tierra torres miradores para ver los barcos
venir y azoteas para ver los vencejos llegar. Volver. En la
plaza de México, a los toreros que se retiran les tocan «La
Golondrina». En nuestra tierra, los vencejos le tocan la
música de su zigzagueante vuelo a la primavera que debuta en
el ruedo de la luz de un gozo.¡Música, maestro, música del
cielo, maestros vencejos!
Los amantes de la belleza saben cómo llega la primavera: en
las alas de un vencejo. Desde Ronda, Juan Luis Muñoz Roldán
nos da el parte de la victoria: «Hoy ha llegado el primer
vencejo a Ronda. Lo he visto poco después de amanecer sobre la
ciudad. Por la tarde he visto el primer bando sobrevolando la
Hoya del Tajo. Era un pequeño bando silencioso que empezaba a
ocupar su espacio aéreo y sus lugares de cría en el Tajo».
En Zaragoza, la pintora Cristina Remacha también ve llegar a
los vencejos que en su vuelo continuo derrotan con un quiebro
a los fríos del Moncayo. El año pasado se encontró una mañana
en la calle un polluelo de vencejo que no podía alzar el
vuelo. Milagrosamente no lo había pillado ningún coche. Creyó
al principio que era una golondrina caída de su nido de barro
y alero. Los pintores tienen paladar cromático, y su color le
dijo al punto que vencejo era. Un vencejito chico, abandonado,
enfermo. Un mínimo temor de muerte en el envolvente esplendor
de vida de la primavera. Cristina sabía que los vencejos son
incapaces de remontar el vuelo desde el suelo. Los que símbolo
del cielo son, en el suelo se mueren de tristeza. Se llevó el
vencejito a su estudio. Lo cuidó y alimentó entre lienzos y
tubos de pintura. Hasta que vio que iba sabiendo trepar, que
había conseguido alejar la pequeña muerte de aquel trozo de
vida en blanco y negro: se había ganado, con su vida, la
libertad que todos los vencejos y algunos hombres sostenemos
que son una y la misma cosa. Y Cristina cogió al vencejito
entre sus manos para hacerlo liberto. Se lo llevó a un parque.
Lo lanzó al cielo con toda la fuerza y todo el dolor de un
adiós. El vencejito revoloteó tras una duda. Se perdió
decidido en la cercana lejanía de la libertad. Mientras,
Cristina pensó:
-Te pintaré...
Lo pintó. Ahora he visto su cuadro. Una mujer de blanco,
vestida de cielo, sobre un fondo de la color de la tierra,
extiende su mano y desde ella alza el vuelo de la libertad la
geometría de sueños del vencejo. Ayer reconocí a tu vencejo,
oh Cristina que lo salvaste. Seguramente tu vencejo liberto,
en vuestra tierra, oyó hablar de la mía a un aragonés con
sensibilidad y paladar: a Manuel Cisneros, que fue más quijote
que escudero de un faraón. Tanto le contaría sobre su querida
y lejana Sevilla, que tu pintado vencejo, Cristina, se dijo
que de este año no pasaba de venir a conocerla, tras el largo
viaje del invierno, en su vuelo de la libertad. Así ha sido.
Lo vi por donde Bécquer y Montesinos: quiero decir, por San
Lorenzo. El vencejo libre estaba cerca de las atadas manos de
Quien todo lo puede. Me dijo que se había venido con tiempo,
para coger sitio. Tu pintado vencejo liberto, Cristina,
proclamación de la vida y de la libertad, besaba con su sonido
esas atadas manos. Se ha venido tan pronto porque quiere ser
el primero que le quite las espinas al Señor cuando el Viernes
Santo quiebre albores.
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