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Tenemos
leyes y más leyes para proteger a los fumadores pasivos del
humo del tabaco, pero no hay reglamentación alguna que
preserve a los dolientes pasivos de la ceniza de los muertos.
Con el folklore del esparcimiento de las cenizas de difuntos
en lugares sentimentales o pintorescos, no sabemos la cantidad
de muertos que respiramos. Sanidad divulga por primavera los
datos sobre polen, para los asmáticos. Deberían informar
también de las partículas de cenizas mortuorias que están en
suspensión en el aire o en las aguas del mar, con la dichosa
modita funeraria.
Cuando usted se está bañando en la Caleta gaditana o en la
Cala de Benidorm, es como si nadase en el cementerio de la
Almudena o en el de San Fernando. Cientos de familias han
cumplido en esas aguas la última voluntad del pobrecito Paco,
que leía el ABC bajo su sombrilla aquí, o de Carmeluchi, que
lo que más le gustaba del mundo era jugar al parchís con sus
amigas en la Caleta.
Cuando Assunçao va a tirar una falta que habrá de convertir en
gol, el balón no está sobre el césped de Heliópolis. Está, y
nunca mejor dicho, sobre los verdes campos del Edén. Los
verdaderos verdes campos del Edén. Ese balón que Assunçao va a
convertir en gol descansa sobre las cenizas de cientos de
béticos, que antes de morir dijeron a sus hijos:
-Cuando yo me muera, me incineráis y tiráis mis cenizas en el
campo de mi Betis bueno, porque yo, que soy bético hasta la
muerte, quiero seguir siendo bético más allá de la muerte.
Y más allá de la infección que puede coger Assunçao, como el
Javi Navarro de turno le dé el codazo de reglamento y se hiera
en esos encenizados verdes campos del Edén. Y quien dice
campos de fútbol, dice idílicos paisajes de vegas, sierras,
miradores de la meseta castellana o ruedos de plazas de toros.
El torero que en tarde de triunfo toma un puñado de albero y
lo besa para demostrar su cariño por esa plaza, seguramente se
está llevando a la boca, uf, qué asco, los restos de un
abonado del tendido 5, cuya última voluntad fue que sus
cenizas fuesen arrojadas en los medios del ruedo de su
afición.
Muchos saben la historia de aquella familia que al alba, con
viento fuerte de Levante, se embarcó en una chalupa para
arrojar cumplidamente las cenizas de su difunto en el
Estrecho. Desconocedores de la mar, los deudos del extinto
navegante pusieron la urna de las cenizas en la amura de
barlovento y la abrieron. ¡Para qué lo hicieron!, El levantazo
hizo que las cenizas no fueran a parar al mar, sino a los
trajes de luto de quienes sobre Neptuno no tuvieron en cuenta
a Eolo. Por lo que las cenizas del navegante no terminaron en
su mar querida, sino en la tintorería donde hubieron de llevar
las empolvadas ropas y en las lavadoras que devolvieron su
blancura a las camisas ennegrecidas por los restos del
difunto. Se ha reescrito en Gran Canarias ahora esa historia,
más triste aun, con muerte sobre la muerte. Los dolientes
llevaron las cenizas del ser querido al acantilado donde
pasaba horas de gozo pescando. La mar que iba a ser su tumba
lo fue también para los dos familiares que arrojaban las
cenizas. Un golpe de mar se los llevó con la urna para
siempre.
Si hubiera una ley que protegiera a los dolientes pasivos,
esos dos atribulados canarios no hubiesen muerto en el
cumplimiento de una última voluntad. En El Rocío ya existe esa
ley, y la aldea de la romería no será más quevedesco arenal de
polvo enamorado de la Blanca Paloma. Las letras de las
sevillanas rocieras seguirán sonando a vida y no a misa de
réquiem. Porque al paso que iban en El Rocío, no digo que
mártires de la última voluntad como en Canarias, pero la letra
de las sevillanas rocieras sí iban a tener que cambiarla: «Me
pongo mi sombrero,/me pongo mi medalla,/y me trago las
cenizas/de tós los muertos que haya».
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