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Nadie
sabe cómo ocurrió, pero lo cuentan las palomas de los
mechinales del Salvador. Y para no dejarlas por embusteras, lo
confirman los vencejos que revolotean el alto cielo del
Arenal. Da fe el acta que levantan con su arrullo,
becquerianos notarios de los sueños, los gorriones de la Plaza
del Museo, que saltan como seises sin palillos ni coplas sobre
la primavera, caballeros cubiertos con su chambergo de plumas.
Palomas, vencejos y gorriones, cernícalos de Giralda, panarras
de la torre de Don Fadrique y canarios de las jaulas de las
barberías de los pajaritos cuentan que el sábado, cuando los
seis relojes, seis, del Cronómetro marcaban todos exactamente
las 21,37, ni más ni menos, fue cuando en un abrir y cerrar de
ojos, in ictu oculi (compadre Murillo, no se tape usted las
narices), Valdés Leal comenzó a pintar sus nuevas
postrimerías, sin pinceles, lienzos ni tenebrismo barroco de
los medios puntos de la muerte.
Toda la pajarería comenzó a sentir que dentro de los desiertos
muros de la basílica de San Gil, donde sonaron los cañonazos
de Casa Cornelio, donde Julio César en persona cogió el
palaustre para echar un chapú y levantarle a la ciudad de
Hércules las murallas que mandaba el mármol legendario de la
Puerta Jerez, se empezó a advertir una rara actividad, como de
comienzo de Madrugada de Dios. Sin que nadie supiera cómo,
apareció de pronto totalmente montado el palio de la
Esperanza. Con levedad de tintinábulo basilical pisaban el
mármol zapatillas de charol con hebillas de plata de nazarenos
de número bajo: José Gómez Ortega, Rodríguez Ojeda, Rodríguez
Buzón, una docenita de cirios verdes como la Cruz Verde del
verde naranjo que rezaba con el devocionario del olor de sus
flores recién abiertas.
Y fue entonces cuando por el pasadizo que da a San Gil
empezaron a ir apareciendo los costaleros de la cuadrilla.
Venían El Gordo Penitente, El Quiqui, Tarila, El Seguridad,
que habían vuelto a coger la arpillera. Venía Jiménez, con
Alfonso Borrero y con El Cachas, y Manolo Santiago, y Rechi, y
Carabreva. Toda la colla del muelle. Venían los Ratones con El
Fatiga. Llegó El Oliva con El Mejo. Segovia, Cerezo, El
Balilla. Y El Francés. Y Ariza el Viejo, Bejarano, El Corneta,
Tolino, El Longui, El Boli, El Pingüino. Y El Moreno. Y
Paquito Quesada. Y Angelillo. Y Rafaelito Salvatella. Y
Alfonso Carlos Fal. Y El Colmo se quedó vacío, porque El Poeta
se trajo a media cuadrilla de la Puertaosario tras un verso de
moyate.
Y ya metidos de costaleros bajo el paso, siguen contando los
pájaros que la Esperanza rompió la gloria del palio, con aquel
mismo vestido negro que estrenó cuando lo de José. Fue
entonces cuando llegó el Padre Leonardo, capataz de los
costaleros de Cristo. Alzó el faldón. Dijo:
-Oído, que el patero es nuevo y es de fuera. Le dicen El
Boitila. Y a ver con qué casta damos la levantá, porque a
partir de ahora yo me voy a callar la boca y quien va a mandar
esto va a ser El Que Más Puede, que está en San Lorenzo.
Los vencejos de San Lorenzo cuentan que fue entonces cuando
ante la mejor cuadrilla soñada sonó la voz del Supremo
Capataz. Los vencejos de San Lorenzo llegados hasta el Arco la
oyeron:
-¡Boitilaaaaaaa!
-Queeeeé...
-¡Que te voy a llamar!
-Llama cuando quieras...
-Tos por iguá, valiente, a ésta eee ...
Y antes que el dragón golpeara la plata, se oyó desde San
Lorenzo la voz del Cisquero, que a aquel gran patero nuevo de
la Verdad y la Libertad le decía:
-¡Al cielo contigo, Boitila!
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