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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Apócrifo becqueriano de Boitila

Nadie sabe cómo ocurrió, pero lo cuentan las palomas de los mechinales del Salvador. Y para no dejarlas por embusteras, lo confirman los vencejos que revolotean el alto cielo del Arenal. Da fe el acta que levantan con su arrullo, becquerianos notarios de los sueños, los gorriones de la Plaza del Museo, que saltan como seises sin palillos ni coplas sobre la primavera, caballeros cubiertos con su chambergo de plumas. Palomas, vencejos y gorriones, cernícalos de Giralda, panarras de la torre de Don Fadrique y canarios de las jaulas de las barberías de los pajaritos cuentan que el sábado, cuando los seis relojes, seis, del Cronómetro marcaban todos exactamente las 21,37, ni más ni menos, fue cuando en un abrir y cerrar de ojos, in ictu oculi (compadre Murillo, no se tape usted las narices), Valdés Leal comenzó a pintar sus nuevas postrimerías, sin pinceles, lienzos ni tenebrismo barroco de los medios puntos de la muerte.

Toda la pajarería comenzó a sentir que dentro de los desiertos muros de la basílica de San Gil, donde sonaron los cañonazos de Casa Cornelio, donde Julio César en persona cogió el palaustre para echar un chapú y levantarle a la ciudad de Hércules las murallas que mandaba el mármol legendario de la Puerta Jerez, se empezó a advertir una rara actividad, como de comienzo de Madrugada de Dios. Sin que nadie supiera cómo, apareció de pronto totalmente montado el palio de la Esperanza. Con levedad de tintinábulo basilical pisaban el mármol zapatillas de charol con hebillas de plata de nazarenos de número bajo: José Gómez Ortega, Rodríguez Ojeda, Rodríguez Buzón, una docenita de cirios verdes como la Cruz Verde del verde naranjo que rezaba con el devocionario del olor de sus flores recién abiertas.

Y fue entonces cuando por el pasadizo que da a San Gil empezaron a ir apareciendo los costaleros de la cuadrilla. Venían El Gordo Penitente, El Quiqui, Tarila, El Seguridad, que habían vuelto a coger la arpillera. Venía Jiménez, con Alfonso Borrero y con El Cachas, y Manolo Santiago, y Rechi, y Carabreva. Toda la colla del muelle. Venían los Ratones con El Fatiga. Llegó El Oliva con El Mejo. Segovia, Cerezo, El Balilla. Y El Francés. Y Ariza el Viejo, Bejarano, El Corneta, Tolino, El Longui, El Boli, El Pingüino. Y El Moreno. Y Paquito Quesada. Y Angelillo. Y Rafaelito Salvatella. Y Alfonso Carlos Fal. Y El Colmo se quedó vacío, porque El Poeta se trajo a media cuadrilla de la Puertaosario tras un verso de moyate.

Y ya metidos de costaleros bajo el paso, siguen contando los pájaros que la Esperanza rompió la gloria del palio, con aquel mismo vestido negro que estrenó cuando lo de José. Fue entonces cuando llegó el Padre Leonardo, capataz de los costaleros de Cristo. Alzó el faldón. Dijo:

-Oído, que el patero es nuevo y es de fuera. Le dicen El Boitila. Y a ver con qué casta damos la levantá, porque a partir de ahora yo me voy a callar la boca y quien va a mandar esto va a ser El Que Más Puede, que está en San Lorenzo.

Los vencejos de San Lorenzo cuentan que fue entonces cuando ante la mejor cuadrilla soñada sonó la voz del Supremo Capataz. Los vencejos de San Lorenzo llegados hasta el Arco la oyeron:

-¡Boitilaaaaaaa!

-Queeeeé...

-¡Que te voy a llamar!

-Llama cuando quieras...

-Tos por iguá, valiente, a ésta eee ...

Y antes que el dragón golpeara la plata, se oyó desde San Lorenzo la voz del Cisquero, que a aquel gran patero nuevo de la Verdad y la Libertad le decía:

-¡Al cielo contigo, Boitila!



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