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Aseguran
los que saben de estas cosas que los evangelistas no son
cuatro, como las serpentinas esquinas de San José o los cuatro
puntales finos que sostienen a Triana. Dicen que son cinco. Se
refieren a Sevilla como quinto evangelista. Evangelista suena
a Triana y a Rocío. ¿Será la calle que Sevilla se ha puesto a
sí misma en Triana? Sí, como la levantá famosa y comentadísima
de este año. Saben la moda de las levantás: ésta va por esto,
ésta va por lo otro, ésta va por Fulano, ésta va por
Mengano... Como la vanidad, como la caridad, empieza por uno
mismo, harto de levantar glorias ajenas con el llamador, aquel
capataz absolutamente genial dijo:
-¡Y esta levantá va por mí, que soy el mejor del mundo!
Ole. Sevilla se dedicó a sí misma la levantá de una calle,
porque es la mejor del mundo: Evangelista. Evangelio sevillano
que ha seguido al pie de la letra mi amigo Enrique. Enrique es
de Madrid. Enrique tenía negocios, florecientes negocios, en
Madrid. Enrique es de los madrileños que mueren con Sevilla,
que los hay a manojitos, como los rábanos de la pescadería de
la Puertalarená. Enrique leyó el Evangelio de Sevilla, Feria
tras Feria, Semana Santa tras Semana Santa y vio que ponía:
«Vende cuanto tengas en Madrid y sígueme». Enrique vendió sus
negocios y se compró casa en Sevilla. Decidió con Marisa, su
mujer, darse el homenaje de estampillarse de sevillanos. Se
compraron una casa. No una casa cualquiera. Se compraron en la
calle Reyes Católicos la casa de «Los años irreparables». La
casa de Rafael Montesinos. En el garaje de esa casa aún está
el tablero de las herramientas del coche en que Rafael
Montesinos iba con su padre a Tarazonilla. En esa casa está el
patio de «El rito y la regla». Cuando Rafael Montesinos me
envió los dos primeros ejemplares de «La cera ardida», uno de
ellos se lo traspasé a Enrique. Se lo entregué en el mismo
patio de su casa, como cumpliendo el rito y la regla:
-«La cancela que a nadie espera ya», Enrique, es esta cancela.
Enrique, loco con Sevilla, pone cada año una caseta sonada. Él
solo. Sin socios. Sin vales de barra. Le paga a Sevilla en
tapas exquisitas y en hospitalidad cuanto la ciudad le dio,
con generosidad y delicadeza ilimitadas. Enrique, el madrileño
que lo dejó todo por seguir a Sevilla, se ha hecho tan de aquí
que con lo que más disfruta es atendiendo a la gente en Feria.
¡Y cómo atiende! Atender. Es la palabra. A nuestra
hospitalidad le llamamos atender. Enrique se pasa la Feria
atendiendo amigos, conocidos y colados gorrones que se ponen
nazareno y oro y después si te he visto, no me acuerdo. Ni las
gracias le dan, e incluso dicen que al solomillito le falta
sal. A Enrique le da igual. Tanto cariño y respeto le tiene a
Sevilla, que está allí no de rumboso señoritingo que invita
con tal soberbia que parece que te tira la convidá a la cara.
No. Enrique está como en clase. Aprendiendo de la ciudad que
ama. Un enamorado que teme que Sevilla le dé calabazas. En el
evangelio de Sevilla ha aprendido el difícil arte de las
distancias, de no creerse nada, de saber hacerse perdonar el
éxito. Ni pontifica ni dogmatiza. Pregunta. Trata de
enterarse, de aprender. Y sin alardear de nada, humildemente
sabe más que nadie y es más sevillano que muchos de Sevilla.
Me acerca Enrique personalmente una tapita que sabe que me
gusta, y se me sincera:
-Yo estoy aquí aprendiendo de vosotros y dando las gracias
porque me dejéis aprender. Porque, mira, no hay nada que me dé
más coraje que ésos que vienen de fuera, están diez minutos en
la Feria y al minuto que hace once ya te están explicando cómo
es Sevilla y cómo hay que bailar sevillanas...
Los diez minutos de Feria de este Enrique que vendió todo
cuanto tenía por seguir a Sevilla son toda una vida. Tan
nuestra, que ha aprendido de aquel niño poeta que vivió en su
casa nada menos que el arte de la duda como forma de la
verdad.
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