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Lo
vimos en Semana Santa, en los días en que nos recorremos la
ciudad de punta a cabo: de Punta del Diamante a cabotambor de
la Centuria. Cerrados los comercios por calle Dados, por
Lineros, por Francos, por Chicarreros, por la Alcaicería de la
Loza, por la Alcaicería de la Seda, lo fuimos comprobando en
todas las persianas echadas en el chirrín, chirrán del miedo a
los robos. No queda tienda en el centro cuyo cierre metálico
no haya sido pintado por los grafiteros. Vas por la calle Cuna
en horas del comercio cerrado y te da la impresión de que
caminas por las cocheras del Metro de Nueva York. Todos los
cierres metálicos de las tiendas están como en Nueva York los
vagones del Metro. Todos, absolutamente todos, han sido
empercochados y degradados por la pintura de los esprais de
los grafiteros. Y en algunos casos, como en el monumental y
patrimonial Cronómetro de la calle Sierpes, no contentos los
gamberros con pintar las persianas metálicas, la emprenden
también contra la antigua e ilustre madera de la decoración
comercial. Fachadas comerciales de interés artístico e
histórico, tuétano del paisaje sentimental de la ciudad,
recién sacadas de brillo por el plan Restauro del
Ayuntamiento, son literalmente destrozadas por los grafiteros
a los pocos días de tener quitado el cajón de obras.
-¿Y qué hacen los comerciantes?
Pues lo único que nos cabe a los sevillanos ante tantas cosas
que funcionan mal en la ciudad: resignarse. Ajo y agua, que
decía el clásico: ajo...derse y agua...ntarse. Hemos aceptado
todos esta vileza de la ciudad pintarraqueada como en las
Vascongadas asumen el terrorismo callejero. Ojalá me
rectificasen, pero no recuerdo haber leído una sola noticia
que dijera que agentes de la Policía Nacional o de la Guardia
Municipal han detenido a un gamberro con el esprai en la mano,
cuando estaba poniendo perdido de pintura el cierre de una
tienda.
-Y que los padres han tenido que pagar lo que ha estropeado el
puñetero niño con su pintura...
Ahí les dolería. Así se acabó con el terrorismo callejero
etarra en las Vascongadas. Cuando los padres de los que
quemaron el autobús tuvieron que pagar el autobús quemado, los
niñatos dejaron la gasolina y el mechero en su lugar descanso.
El día que un juez condenara a pagar la restauración de la
fachada del Cronómetro al padre del niñato que la pintarraqueó
enterita, seguro que no cogía más el esprai del grafiti.
Esa sería la solución. Otra, que se me ocurre sobre la marcha,
sería convocar urgentemente entre los grafiteros un concurso
de ideas acerca del señor alcalde. Que ya que nadie les puede
quitar su adicción al pintarraqueo, que en vez de figuras
antropomórficas o dibujos no figurativos pintasen frases sobre
el señor alcalde, del tipo de las que gritan los funcionarios
municipales en sus manifestaciones o las asociaciones de
vecinos en sus protestas. Si en las persianas metálicas de las
tiendas de la calle Francos, en vez de signos incomprensibles,
los grafiteros hubieran escrito simplemente «Alcalde, se
busca», ésta era la hora en que brigadas enteras de mangueras
a presión y nutridísimas cuadrillas provistas de cepillos de
cerda, estropajo de aluminio y botes de disolvente habrían
dejado esos cierres como los mismísimos chorros del oro, sin
una sola pintada. Nada digo si esas pintadas de los grafiteros
incluyeran palabras mágicas, como «Macarena» o «factura». Ni
una quedaba en menos de horas veinticuatro, como en la Plaza
Nueva e islas adyacentes no ha quedado un solo cartel relativo
al señor alcalde, tras la limpieza selectiva de pegatas
realizada como las balas.
Salvo, claro, que esto de la ciudad pintarraqueada sea la
modernidad, el progreso y el talante por detrás y por delante.
En cuyo caso no he dicho nada, no vayamos a tenerla.
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