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Si
los micrófonos, como las azucenas de Gerardo Diego, tienen
camisa, Juan Ramón Romero se la rompía de emoción ante el arte
de Morante de la Puebla, en la tarde del Carrusel Taurino de
Canal Sur Radio. Sonaba Jerez en esas palmas por bulerías que
sólo Jerez sabe tocar así. Un torero según Sevilla por fin
había cuajado un toro: «Comilón», de Juan Pedro Domecq. Se lo
había brindado a Rafael de Paula, le había hecho perfecciones,
le había cortado las dos orejas y el rabo, al toro le daban la
vuelta al ruedo y Juan Ramón se rompía la camisa del
micrófono, como Jerez se rompía las manos en sus palmas a
compás.
Hace mucho que muchos esperaban ese momento, que ojalá se
repita, y pronto, en la plaza del Arenal. El toreo de Sevilla,
hoy por hoy, es como el Vaticano tras la muerte de Juan Pablo
II: sede vacante. La fumata blanca de Jerez tiene que llegar a
Sevilla. El toreo según Sevilla es una cadena. Una cadena tan
rota como las que partió Bonifaz para ganar Sevilla a los
moros. José Gómez «Gallito» al margen, esa cadena viene de
Belmonte, pasa por Chicuelo, sigue en Pepe Luis, continúa en
Curro. Siempre hay un pontífice máximo en la sede hispalense
del toreo. Cuando se fue Belmonte vino Chicuelo. Cuando se fue
Chicuelo vino Pepe Luis. Cuando se fue Pepe Luis vino Curro.
Cuando se fue Curro no vino nadie, más que esa fumata blanca
de las palmas jerezanas echando humo.
Pero hay en esa cadena, ay, eslabones rotos. Los eslabones del
olvido. Nadie se acuerda de Manolo González, que era el barrio
de la Trinidad toreando con los pies juntos, como para darle
una levantá a pulso con el capote a su Virgen de la Esperanza
de la calle Sol. Y nadie, ay, nadie se acuerda de Pepín Martín
Vázquez, el de la Resolana, felizmente vivo y entre nosotros.
Con tantas biografías que se editan, Pepín Martín Vázquez,
torerazo de Sevilla, eslabón perdido entre Pepe Luis y Curro
Romero, no tiene quien le escriba. Fue en los años 40 el gran
torero popular de Sevilla, en fama y en arte. Hasta hizo de
«Currito de la Cruz» en la versión cinematográfica que Luis
Lucia rodó en 1948 con la novela del también injustamente
olvidado Pérez Lugín, el de la inacabada «La Virgen del Rocío
ya entró en Triana», que terminó José Andrés Vázquez.
Curro Romero es torero gracias al Pepín Martín Vázquez que vio
de chaval en esa película, cuando la echaron en el cine de
verano de Camas. Curro quiso ser como Currito. Y fue como
Pepín: torero de Sevilla. Qué torero y qué época del toreo. La
época en que mandan Manolete y Arruza, Pepe Luis y Bienvenida.
Miren el cartel de la alternativa de Pepín, 1944, Barcelona:
se la da Domingo Ortega y son testigos Pepe Luis y Arruza.
Aquellas temporadas, del 44 al 47, aquellas Beneficencias,
fueron la etapa dorada de Pepín Martín Vázquez. Hasta que en
el fatídico agosto de 1947, diez días antes de la explosión de
Cádiz, veinte días antes de lo de Linares, un toro de Concha y
Sierra le pegó el cornalón gordo de Valdepeñas. Actúa aquella
tarde con un Manolete que no sabe que quizá ya hayan embarcado
a «Islero» en Zahariche. Ahí empieza el declive del gran
torero de Sevilla, artista muy castigado por los toros como
todo el que torea con la femoral, que se retira finalmente en
1953 en Caracas y que desde entonces vive alejado del mundanal
ruido de la fiesta y de los papeles, sin exégetas ni
partidarios.
Cómo será la crueldad de Sevilla con sus hijos, que a muchos
les tendré que dar un dato para que identifiquen a Pepín: es
el hermano de Rafael Martín Vázquez, aquel sevillano clásico y
elegante que iba por la calle Tetuán vestido de inglés, con su
sombrerito de cortas alas y sus andares inconfundiblemente
toreros. ¿Lo reconocen ahora? Pues más elegante y más planta
de torero todavía debe de seguir teniendo el otro niño torero
del señor Curro Vázquez, Pepín, a quien rindo el homenaje de
la memoria en esta Sevilla que devora a sus hijos hincándoles
el colmillo retorcido del olvido.
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