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Las
calles son la memoria de la ciudad. ¡Cuánta Historia pisamos
en ellas! Aquí, en Omnium Sanctorum, hubo unos vecinos de la
Feria que alzaron un pendón verde. Por esta acera de la calle
Tetuán sacaron a hombros... ¿A un torero? No, a uno que tenía
una mercería en la calle Sagasta y que volvió loca a Sevilla
con los versos de su pregón. Sierpes guarda la memoria de
absolutistas y liberales, que sacaban del Café del Turco el
retrato del Rey Deseado en procesión de gloria por lo civil,
hasta la Plaza, o que luego le metían candela cuando las
tornas mandaban tragar quina en forma de Constitución:
trágala, trágala, tú, servilón. Por Sierpes pasa Sanjurjo un
10 de agosto, y le aplaude una Sevilla de chaquetas blancas de
hilo, mientras la legalidad se recluye en Ayuntamiento cuyo
andén ha visto coronaciones de Vírgenes, proclamaciones de la
República, reposiciones de la bandera rojigualda, el
descapotable del Conde Ciano y el haiga de Evita Perón, el
uniforme verdeoliva de Fidel Castro o las cinco farolas de
Juanita Reina apagadas para siempre.
Hoy pienso en dos calles que nos quieren dejar sin memoria: la
calle Jesús del Gran Poder y la calle Don Remondo. ¿Por qué
pienso en Jesús del Gran Poder? ¿Porque Doña María de las
Mercedes, la hija del Infante Don Carlos, que está de capitán
general en el pabellón de La Gavidia, es esa niña de uniforme
que va a clase de las Irlandesas aquí, a la calle que llaman
Palmas? ¿O pienso en la calle Jesús del Gran Poder porque de
la residencia de los Jesuitas sale el Padre Tarín a predicar
por los pueblos, sale un Padre Trenas que acaba de fundar la
Ciudad de los Muchachos? No. Por nada de eso. Pienso en la
calle Jesús del Gran Poder porque es una noche de octubre del
año 2000. No sabíamos en Sevilla que íbamos a estrenar así el
terror del milenio. Con este terror de los disparos que han
sonado en la calle Jesús del Gran Poder. En un callejoncito de
Jesús de Gran Poder, frente a los Jesuitas. Donde está la
consulta de un médico que atiende de balde a los gitanitos de
Las Tres Mil. Allí han sonado unos disparos asesinos. La ETA
ha matado al doctor Antonio Muñoz Cariñanos.
Y ahora pienso en la calle Don Remondo. ¿Pienso en ella porque
Romero Murube pasa por aquí desde el Alcázar, camino de una
Academia de Buenas Letras donde por sevillanísima indolencia
nunca leerá su discurso de ingreso y se quedará de electo?
¿Porque el Padre Leonardo sale de la sede de Cáritas camino de
sus presos del Sevilla 2? No. Pienso en la calle Don Remondo
porque es una madrugada de enero de 1998. Han sonado tiros.
Junto a los muros del Palacio Arzobispal, hay un charco de
sangre en una esquina. Han asesinado a Alberto y Ascensión. La
sangre enamorada y joven, de novios, de esposos, de padres,
que los unió en vida, es ahora la común sangre derramada por
la libertad en ese charco donde ambos yacen.
Me acuerdo con dolor de esas dos calles, de esos sevillanos
que algunos sectarios quieren que olvidemos para siempre. Me
acuerdo de la calle Jesús del Gran Poder, donde la ETA mató a
Cariñanos. Me acuerdo de la calle Don Remondo, donde la ETA
mató a Alberto y a Ascen. Unos malvados, olvidándose de esas
dos calles, ya están a papitos con los asesinos de Antonio, de
Alberto, de Ascen. Son tan cínicos que dicen que atreverse a
recordar la memoria de esas calles con sangre, como la evoco,
es dinamitar el proceso de paz. ¿Qué paz? ¿A qué precio? ¿Qué
paz puede haber sobre el olvido de la sangre inocente? Que le
llamen lo que quieran: claudicación mismo, cobardía. No quiero
ni pensar que haya quien esté amasando perversamente su Premio
Nobel de la Paz con la sangre de la memoria de dos calles de
Sevilla, donde los asesinos con los que ahora se sientan a
negociar para ponerse una medalla y perpetuarse en el poder
sembraron la criminal cosecha de la muerte.
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