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Era
una María Guerrero entre zarzamoras. Margarita Xirgu con
lerele. De actriz, échenle un galgo o los galgos de Manuel
Torre, que sólo comían jamón. Con la fuerza de un ciclón. Y de
baile, la Paulova con zambra y con los siete colchones de La
Sebastiana, que no puede dormir porque dice que los ratones,
que se le meten por la nariz. Y en cante, ay, en cante: la
Callas con bata de cola. El Apolo de la Piquer hecho Dionisos.
Los que no la conocieron ni tuvieron que pedir bocas prestadas
para abrirlas ante su inteligencia, dicen esa chorrada de un
periódico americano, fíjate tú, americano, lo que entenderán
los americanos: no sabe cantar, no sabe bailar, pero no se la
pierdan. Los que se la perdieron fueron ellos, que no
conocieron a Lola. Lola a secas, porque todas las flores son
pocas para mentarla.
Tuve la dicha de estar con Lola en las mil y una noches.
Concretamente en la noche 847, la mítica del cumpleaños de
Kasogui en La Baraka. Sentado en su misma mesa. Trajeron
trescientas bailarinas de París y Las Vegas para llevar a mano
las velas del cumpleaños en torno a una tarta-rascacielos que
portaban unos cocineros en andas gestatorias. Y sobre la
tarta, posada en una alcándara, una misteriosa cacatúa. Lola
quedó impresionada por el chorreo de dinero, que a saber usted
de dónde venía, pero sobre todo por la dichosa cacatúa que
coronaba la tarta. Y me dijo desde la oceánica, mágica
inmensidad de sus ojos negros:
-Fíjate tú, Burgos, la que tiene aquí liá este gachó, con
cacatúa y tó en la tarta. Y ni yo con mi arte, ni tú con tu
pluma, eslomaítos de trabajar los dos tóa nuestra vida, hemos
tenío ni pá comprarnos una cacatúa...
Lola entonces no estaba ciertamente para cacatúas. Acababa de
pasar la crujía de Hacienda. Estaba para reventar de guapa y
de genial, pero tocada en el alma y en el cuerpo por el
banquillo de la Audiencia, en aquella reedición del juicio de
Morena Clara en la que el jamón acabaron llevándoselo los del
pelotazo felipista. De Lola de España había pasado a ser
Banquillo de España. Querían que se comiera el tigre de
Hacienda sus carnes morenas para meternos a todos los
españoles el miedo fiscal en el cuerpo. Con Lola hicieron
terrorismo fiscal de Estado los mismos que, por no salir de
Jerez, dejaron a Ruiz Mateos con una mano detrás y otra
delante y le metieron la abeja de Rumasa por donde amarga el
pepino. Lola, que era una señora, que estaba tocada por el
dedo de los dioses de Tartesos, se comió su pena, penita, pena
y siguió haciendo lo único que sabía: trabajar. Aunque no
tuviera ni para comprarse una cacatúa.
Ahora han sentado nuevamente a Lola en el banquillo. El Cid
ganaba batallas después de muerto y Lola es tan genial que
pasa las duquelas negras hasta difunta. Las diez velas del
cumpleaños de la muerte de Lola han sido diez ignominias. No
los tres puñales de Rafael de León, sino diez puñalás. Hay
quien quiere comprarse una cacatúa a costa de la memoria de
Lola.
Lo que me deja sin sueño, como a la Sebastiana, es la suprema
contradicción. Esta sociedad que alardea de manga ancha y de
libertad sexual, que ha borrado toda idea de pecado, que ha
derogado la ley de Dios, ha sacado del armario el viejo
puritarismo de naftalina. Contra Lola, su memoria, su familia,
sus hijas. Lo que el Cardenal Segura no condenó cuando Lola,
Niña de Fuego y Zambra, vivía con Manolo Caracol, lo señalan
con el dedo los que se proclaman permisivos y tolerantes de la
modernidad. ¿Qué azul de vena o mapa la condena al látigo
cruel del castigo mediático? Aquí rascas los caliches y te
sale la Inquisición, que le ha puesto a Lola el sayo del
mardito parné. Pero cómo será Lola de grande, que aguantó el
banquillo de Borrell y, muerta, resiste este segundo
banquillo. Cuando Carod y la ETA hayan cubierto sus últimos
objetivos, quizá sea Lola lo único que nos quede de España.
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