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Deben
de ser las cinco y media porque la Giralda, al fin y al cabo
torre de pueblo, da ya el tercer toque. Es uno de estos días
señaladitos en que la Catedral te recibe con las puertas
abiertas, sin taquillas ni billetes. Octava de Corpus. La
torre mayor anuncia el arte menor de una copla de seises.
Puerta de San Miguel. Hondo silencio del perenne frescor de
siesta de la Catedral. Suena el órgano. Don Enrique Ayarra al
teclado. Un enamorado de la música de Sevilla le dice a la
ciudad un piropo en forma de... ¿De variación sobre un tema de
Correa de Arauxo? ¿O sobre una copla del Maestro Torres? ¿O es
de Eslava la melodía que Ayarra bordonea en estos tubos que
vieron bailar a los seises antiguos del libro de Simón de la
Rosa? La variación de Ayarra me inspira otra. El canónigo
pavero sale del coro llevando tras de sí a seises y cantores.
Y en mi memoria, variación eterna sobre un tema de Sevilla,
suena y resuena un poema querido, sabido, que escribió hace ya
más de cincuenta años Aquilino Duque:
«Qué voz os congregaba, pájaros del Altísimo... Seises de
Sevilla natal, juncia del Corpus sobre calles de junio. Qué
mano os disponía alta, segura estrella, la mágica delicia de
los delgados surtidores».
Los convoca ese tercer toque de campanas, este tiempo antiguo.
Estos seises no son los de ahora, los de Portaceli. Son los
trancas que estaban con don Angel Urcelay en el patio de la
calle Placentines. No, tampoco. Son los que ensayan la cruz
palmada con don Hilarión Eslava en el Colegio San Miguel, como
dice un mármol o un verso de Aquilino:
«Qué trino convocando ruiseñores a las dulces migajas
celestiales hoy, que pesa la tarde sobre el alba y el lino, y
se deshojan rosas sobre litúrgicos manteles, Rey David quiebra
el arpa y se desgranan gotas de luz por vuestros corazones
donde abejas ponientes liban sonora miel».
Venid, ruiseñores, que a la divina cena su amor invita con una
copla de Juan Rodríguez Mateos: gracia infinita. La uva y el
trigo en sus entrañas sienten goces divinos. Ya han subido los
músicos al presbiterio. Seguro que entre ellos va don Antonio
Pantión, va Telmo Vela, va Luis Rivas. Es la orquesta del
Titanic de la Bética de Falla. Naufragó Sevilla tras chocar
con el iceberg que nos sigue hundiendo todos los días en tanta
ordinariez, pero aquí suena esta música. Está encendida la
lámpara que alumbra estas piezas del divino ajedrez que
siempre da jaque mate:
«Seises, niños toreros de Sevilla, que giráis vuestras pálidas
cinturas entre soberbios oros y púrpuras tranquilas...
Marineritos de flotantes cintas como palomas cada media
vuelta. Vosotros, pasajeros, golondrinas de junio, traeréis
entre las manos el laurel y la rama de naranjo, la paloma y el
toro, la alta brisa de Niña Andalucía que orienta corazones y
veletas hacia vuestro candor reciennacido».
Hasta que la voz del poeta sonó en tu memoria no paladeaste
nunca, como hoy, estas chicuelinas con un ole de palillos.
Después, portagayola ante el Santísimo, se arrodillan, y luego
se calan el sombrero, las plumas de armaos, el capirote, qué
más da: se ponen a Sevilla por montera...
«Vosotros, que podéis, que yo lo digo, porque bailáis con
Dios».
Y para rubricarlo, suenan finalmente la más secretas campanas
de Sevilla. Ha terminado el baile. Ha callado la copla. Un
monaguillo toca esta dos campanitas, como monjiles, como de
compás. Son las campanas de la espadaña de la Encarnación en
una foto, cuando eran chicas. Son las dos campanitas de la
reja del coro, que suenan mientras bendicen con Su Divina
Majestad. Ahora las oyó la Giralda. Y deja la torre en el aire
sus variaciones sobre las dos campanitas del coro. Como a mí
me han dejado las variaciones sobre el poema de Aquilino Duque
sobre «Los seises».
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