Es
lugar común citar el barroco «horror vacui» como
motor de la estética sevillana. Lees «horror
vacui» y piensas en la Capillita de San José,
donde no cabe ya ni un alfiler de Fernando
Morillo para poner un tocado a una Virgen. O
piensas en las yeserías de Santa María la
Blanca. O en la bulla. ¿Qué es la bulla, sino el
«horror vacui» de las calles vacías? Cuando se
lamentaban de la masificación de la Semana
Santa, mi recordado Luis Rodríguez Caso decía:
-Sí, mucho
quejarse de la masificación, ¿pero os imagináis
lo que sería que, llegada la hora de iniciar la
estación de penitencia y con la cofradía
formada, se abrieran las puertas de la iglesia,
se pusiera en la calle la cruz de guía y fuera
no hubiese absolutamente nadie esperando ver la
salida?
Y por el juego de
contrarios, también barroco puro del olivo de la
Minerva del patio de la Casa de Pilatos, tan
nuestro como el «horror vacui» es el «amor vacui».
La delectación de los grandes vacíos de Sevilla.
Los vacíos de la nostalgia. Ese vacío de mi
capilla de la Carretería a prima hora de la
tarde del Viernes Santo, cuando acaban de salir
el Cristo de la Salud y la Virgen del Mayor
Dolor en su Soledad. Que es el mayor dolor de la
soledad de esa capilla vacía, que te recuerda
siempre la casa familiar de la que los
funerarios se acaban de llevar el ataúd con el
cuerpo de un ser querido.
Las grandes
fiestas de Sevilla acaban en los grandes vacíos
de la nostalgia. Si queréis ver una reescritura
Lipassam de la «Canción a las ruinas de Itálica»
de Rodrigo Caro, id hoy al triste vacío de la
Feria: los farolillos por el suelo, los
mostradores apilados, las ya mustias flores de
papel, la camioneta que se lleva las sillas, los
hierros sin lonas que quedan como el esqueleto
de un cuerpo que tuvo vida...
Es un vacío
distinto. Un vacío sin nostalgia. Hasta para
esto la Feria es distinta y rarita. ¿Qué son 160
años en una ciudad que fundó Hércules en
persona? El vacío que sigue a la Semana Santa
tiene otro encanto literario. Los vacíos de la
Semana Santa tienen esa nostalgia de la
cuadrilla del Gran Poder que en la desarmá se
lleva de la capilla el paso del Señor sin el
Señor, que hasta en la levedad del racheo se
escucha que falta su presencia. O esos pasos de
misterio camino del almacén, como barcos hacia
el desguace, como en traslado de fantasmas, los
sayones de media Judea cubiertos con sábanas. O
esa íntima y personal desarmá de la túnica desde
la casa del amigo donde te vestiste hasta tu
propia morada. Ay, esa bolsa del Cortinglés de
donde asoma el macho de cartón del capirote de
negro ruán, donde va enrollado el esparto con
sus correíllas de material, sic transit gloria
Hispalis.
Vacío de la
tristeza del mediodía del Corpus, con el romero
pisoteado por Cerrajería y Sierpes, con la
priostía ya en mangas de camisa, quitada la
chaqueta del oscuro terno de la procesión,
desmontando el altar que han puesto donde estaba
Auto Ibérica y vivía el humanista Miguel Romero
Martínez. Hay un cuadro de Virgilio Mattoni que
refleja la tristeza del vacío del Corpus:
terminada la procesión, por la Avenida desierta,
un sacristán pasa ante la Puerta de la Asunción
llevando una manguilla de vuelta a su parroquia.
¿Y el vacío de la
mañana de la Virgen, terminada la procesión,
cuando el centro se queda desierto mucho más
temprano que el día del Corpus? Por no salir de
Valdés Leal, en un abrir y cerrar de ojos
desaparecen de pronto todos los abanicos, todas
las chaquetas de mil rayas, todas las gafas de
sol. Y no es que haya que pensar en Bécquer:
«Ante aquel contraste de vida y misterios,/ de
luz y tinieblas, medité un momento:/ Dios mío,
qué solos se quedan los muertos». No, la ciudad
no está muerta: en sus misterios, está llena de
vida. De esa vida interior, riquísima, de la
soledad. «Sosegada y en calma», como la frase
ritual de la Ronda del Jueves Santo.
Poco le duran a
Sevilla estos vacíos solemnes y hermosos. Estará
usted pensando que ya mismo estamos en el Rocío.