PODRÁN
cambiar Sevilla y destruir sus monumentos. La
ciudad podrá extenderse hasta la Cuesta de las
Doblas, o más allá. Podremos llegar a los dos
millones de habitantes. Podrán levantar
rascacielos siete veces más altos que la
Giralda. A Sevilla podrán arrancarle a jirones
la piel sensible de su esencia. Pero con lo que
nunca acabarán será con la gracia de su gente.
Ningún moderno podrá destruir la imaginación
popular del sevillano para clavar una situación
en un chiste.
Vuelvo de la
barbería y me vengo riendo solo por la calle,
que me habrán tomado por loco. Mi barbero,
sevillano hondo, antiguo costalero del Silencio,
me ha contado el último del Sevilla F.C. y el
Cristo del Cachorro, y no he visto mayor
capacidad de ingenio. Usted seguramente lo sabe,
por lo que me permitirá y justificará que lo
cuente aquí a la parroquia, como si yo estuviera
con las tijeras dale que te pego al pelado de
verano que te deja fresquito hasta la Virgen de
los Reyes. Es una historia impresionantemente
buena, quintaesenciada de sevillana, de
trianera... y de sevillista.
Resulta que una
tarde, tras la misa, se había quedado solo en la
iglesia del Patrocinio el hermano mayor de la
cofradía del Cachorro, mientras el capiller
recogía algunas cosas antes de cerrar. Iba don
José María Ruiz Romero a dirigirse ya a la
puerta para marcharse, cuando escuchó que lo
llamaban desde la oscuridad, de la parte cuyas
luces había apagado ya el capiller. Era un
bisbiseo poderoso, sonoro. Creyó que era algún
cofrade que se había quedado rezagado, y que
avisaba para que no lo dejaran encerrado. Pero
no halló a nadie, tras ir hacia los últimos
bancos. Volvió el hermano mayor a escuchar que
lo llamaban desde lo oscuro, y le estaba
entrando ya entre miedo y mosqueo, entre
curiosidad y canguelo, cuando oyó que desde el
altar mayor una Voz le decía:
-No, no busques
por ahí, José María, que soy yo, tu Cristo, que
quiere decirte una cosa.
Corrió hacia el
altar y cayó arrodillado a los pies del
Santísimo Cristo que en su Expiración de la
tarde del Viernes Santo detiene las aguas del
río al cruzar el puente. Y como en una vieja
leyenda de juramentos y venganzas, como en un
romance de quien en vano puso a Dios por testigo
de sus maldades, fue entonces que El Cachorro le
dijo a Ruiz Romero:
-Mira, José María,
yo voy a decirte a ti una cosa: a mí en el paso
no me vuelves tú a subir el Viernes Santo por
nada del mundo, ¿eh?
-¿No le gustan a
Vuestra Divina Majestad las potencias?
-Ni las potencias
ni nada, José María...
-¿Es el paso
entonces, mi Señor, que le gusta más el antiguo?
-No, ni el paso,
ni las potencias, ni nada. Tampoco es la
cuadrilla de costaleros, que me lleva
divinamente, ¿cómo me va a llevar? ¿Tendrá que
ser divinamente? Es que quiero de una vez llegar
a la Catedral, hijo, y así es que no hay forma,
¡siempre me llueve!
Proclamándolo
Creador del Cielo que llueve a cántaros de
Lebrija el Viernes Santo por la tarde, el
hermano mayor le dijo al Cristo:
-Señor mío
Jesucristo, pero la lluvia te la mandas Tú.
-Por eso -replicó
El Cachorro-, por eso. Mira, este Viernes Santo
no me vas a poner en el paso, sino en el autobús
del Sevilla...
-¿En el autobús
del Sevilla, Dios mío de mi alma?
-Sí, y te voy a
decir por qué. Mira: a mí no me pones tú más en
el paso, porque desde que eres hermano mayor, al
sitio más lejos que he llegado ha sido a La
Magdalena. Y en cambio, mira el autobús del
Sevilla, que en un año ya ha ido tres veces a la
Catedral. Cuando yo hace cuatro años que no la
piso. Así que a mí, de paso, nada: a mí, José
María, me montas en el autobús de dos pisos del
Sevilla, hijo, que ahí sí que se llega a la
Catedral. ¡Pero una jartá de veces!
¿Será posible más
Sevilla y más Triana, y más tierno respeto por
el Cristo humanizado, en una narración popular?
¿Chiste? No, casi una leyenda más del ciclo
bellísimo del Cristo de Triana. Igual que se
dice que San Fernando era bético, habrá que
empezar a pensar que El Cachorro es sevillista.