Había en un andaluz
casino provinciano un rico hacendado,
Don Ezequiel el de Las Capellanías,
que presumiendo estaba siempre de la
primacía de todo lo suyo, de su
riqueza y sus cortijos, de sus
cosechas, de sus toros, de sus
caballos, de sus olivares, de sus
viñas y hasta de la belleza de sus
hijas, con los amigos con quienes
hacía tertulia diaria de divanes de
verde gutapercha y criados que traían
la copa de manzanilla perfectamente
enfriada. ¿Que se hablaba de cosechas
de aceituna? La mejor, la de Don
Ezequiel, y no había más discusión.
¿Que de tiros de mulas? Los mejores,
los suyos, con los que araban las
mejores huebras de pan llevar, que
eran los de Las Capellanías, por
supuesto. Finca que, obviamente, tenía
el mejor caserío de los señores, la
mejor gañanía, la más artística
capilla, las más limpias cuadras, los
más extensos graneros, la mejor viga
de molino, la más productiva almazara
y la alberca más fresca, con las ranas
más gordas y que mejor croaban de toda
la noche andaluza de grillos y
horizonte de perros ladrando muy lejos
del río.
Don Ezequiel, como cada verano, se fue
a San Sebastián a tomar los baños,
porque a su mujer, hija de un hidalgo
tan tieso como lleno de apergaminadas
ejecutorias, le encantaba ronear de
duquesa en la Corte de verano. Y fue
que llegó un verano de incendios. Como
eran los incendios antes. No incendios
forestales, sino voraces fuegos de
cosechas con las campanas de la
iglesia tocando a rebato en plena
siesta. No escapó Don Ezequiel en la
excelencia de sus propiedades del
fuego devastador. Y los amigorros del
casino, hartos de sus exhibiciones de
excelencia en la tertulia, al
enterarse del fuego de Las
Capellanías, llamaron al ordenanzas
para que fuera a Correos a poner un
telegrama urgente a Don Ezequiel en
San Sebastián. Con un texto que
redactaron entre todos, muertos de
risa, y que decía con tela de guasa:
«Devastadora ola incendios agrícolas
fincas provincia punto no te preocupes
punto el mejor fuego coma como siempre
coma el tuyo punto enhorabuena abrazos
tus amigos del casino».
En Barcelona ha pasado exactamente
igual que en Las Capellanías. En
Cataluña siempre hay un señor, ora el
presidente de la Generalidad, ora el
que va a tomar café con los etarras en
Perpiñán, ora el baranda de
Convergencia y Unión, que se pasa el
santo día lo mismo que Don Ezequiel el
de las Capellanías: alardeando de que
lo suyo es lo mejor, y que cómo vamos
a ser todos iguales, si ellos tienen
la población más productiva, las
empresas más emprendedoras, la cultura
más avanzada, la sociedad más
innovadora y los servicios más
eficientes. Don Ezequiel presumía de
que Las Capellanías daba más aceite, y
mejor, que cualquier otra hacienda de
la comarca. Cataluña, igual. ¿Cómo van
a tener los catalanes un Estatuto de
Autonomía igual que el de Murcia, si
Cataluña es la suma de todas las
excelencias sin mezcla de dependencia
centralista alguna? ¿Cómo van a tener
en Cataluña un sistema fiscal igual
que La Rioja, si ellos aportan mucho
más a la caja común del Estado?
Y ha ocurrido como en aquel verano
andaluz de campos incendiados en que
el de Don Ezequiel, como marcaba la
tabla, fue el mejor fuego. Todos los
veranos estamos hartos de ver apagones
en ciudades y barrios. Apagones
producidos por tanto aire
acondicionado enganchado a la larga en
los días de las grandes calores. Pero
son apagones del montón, como los
incendios de las fincas de los amigos
de Don Ezequiel. Apagones sin la mejor
importancia. Apagones de segunda
división. Apagones subdesarrollados.
Apagones churris, que da penita
verlos. ¿Dónde se van a comparar con
el apagón estupendo y magnífico de
Barcelona, que es un apagón europeo,
un apagón globalizado, un apagón para
echarlo a pelear con el famoso de
Nueva York?
Es pena que Hereu, el alcalde de
Barcelona, no tenga una señora que
quiera ronear de duquesa y que tampoco
se estilen ya los veraneos de la Corte
en San Sebastián. De ser así, yo ahora
convocaría a las sombras de los
recuerdos de la tertulia de Don
Ezequiel en el casinillo y con la
evocación de su guasa le pondría al
alcalde de Barcelona un telegrama que
dijese:
«Apagones veraniegos en todas ciudades
españolas. Pero no te preocupes: el
mejor apagón, el tuyo».