La foto recoge el palio de tumbilla de la Virgen, vacío. Faldones, peana de plata y los cuatro varales pelados, recién colocado en la Catedral para que comience la novena y que por las Gradas se vean un año más batas de cretona, zarcillos negros de coral y abanicos cárdenos que son como el uniforme de las devotas de la Virgen, las que acudían de mocitas a las sabatinas del Cardenal Segura y ahora cada tarde van a la novena, encorvadas por el peso del tiempo que va muriendo en nuestros brazos. Y que nace cada año en la sonrisa del Niño Guasón de la Virgen, que nos obsequia con la autenticidad de su risa de divina satisfacción en cuantito sale por la Puerta de los Palos en brazos de su Madre y le da el sol en la cara.
Escribo "la Virgen" y no hay que precisar cuál. Esto es lo más grande. Ella es la más grande: Per Me Reges Regnant. En esta Sevilla donde hay barrios enteros que llevan nombres de Vírgenes, barriadas que en los azulejos de sus esquinas proclaman las Letanías, nóminas de Semana Santa donde te arrebata tanta belleza de Tristezas y Lágrimas, Dulce Nombre y Presentación, Victoria y Paz, llegan estas calores, rompe este olor a nardos, plantan en la Catedral este palio de tumbilla, y ya no hay que decir qué Virgen es. Es la Virgen que marca el espacio y el tiempo, mapa y almanaque de nuestras certezas:
-- Volvemos a Sevilla para la Virgen, como todos los años...
Y como todos los años, en ese palio de tumbilla que a una Virgen espera en la Catedral, un sillón vacío. Un sillón de carey. Un sillón como primito hermano del carey de la Cruz del Nazareno de Triana. Carey virreinal de bastón de mando que un capitán general de la Flota de la Nueva España o un almirante de la Mar Oceana hubieran depositado como promesa en la Capilla Real tras volver entre luminarias y salvas de una rendición de viaje en el Puerto Camaronero. El vacío palio de tumbilla, bajo estas altas naves, es como una Catedral dentro de la Catedral. Como un templo dentro de otro. Magno paso en la ciudad de los pasos. En la ciudad de los palios de las Vírgenes, el de la Virgen no se parece a ninguno. Se parece a sí mismo. Como Sevilla se parece a sí misma y es ella misma cuando se deja de contrapuntos que se suelen quebrar de sutiles y abraza la desnuda verdad de su tiempo invariable y de su espacio inalterable. En el palio de tumbilla, el sillón de carey vacío espera a la Virgen. Es un trono popular que espera a su Reina, para que sea proclamada un año más Soberana de Sevilla por las altas campanas, por los carráncanos de la Sacramental del Sagrario, por los sones de la Marcha Real, por los abanicos, por las lágrimas, por las caras morenas que acaban de venir de los baños, por un bisbiseo de oraciones y promesas.
En la Real Maestranza, cuando se reúnen sus caballeros, siempre hay también un sillón vacío. Es el sillón vacío del Rey Nuestro Señor, efectivo hermano mayor del Real Cuerpo. Nadie se sienta nunca en ese sillón, que está siempre esperando al Rey. Al sillón vacío de la Maestranza le duelen los damascos de terciopelo y las perillas doradas, de tanto esperar al Rey. En estos atardeceres de agosto, cuando la luna baja a echar de menos la ilusión de los novilleros sin caballos de las nocturnas, el sillón de la Maestranza le tiene envidia al sillón vacío del palio de tumbilla que ya está plantado en la Catedral como una maceta de nardos. El sillón vacío del palio de tumbilla, orgulloso, distante y displicente como un maestrante, sabe que será breve su espera. Que ya está al llegar la Reina Nuestra Señora. La que por San Fernando detuvo el día en Tentudía y que para todos los sevillanos lo alarga, en estas antiguas, amorosas, hermosas vísperas de la mañana de los cuatro varales de plata y las tres gracias de oro del sol agosteño.