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El Recuadro   

 El fútbol será sin goles

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


A la Antigua, por Gil Delgado

OTRO sevillista hasta la muerte que se nos muere, vaya racha. En sus publicaciones académicas de Derecho Canónico y de Historia de la Iglesia o en las convocatorias de los cultos que predicaba, su nombre se escribía como ilustrísimo señor doctor don Francisco Gil Delgado, canónigo y dignidad de chantre de la Santa Iglesia Catedral, capellán y profesor de Religión en la Universidad de Sevilla, notario del Arzobispado, Juez de Procesos Especiales y presidente del Tribunal Interdiocesano. Pero en la cercanía de su estampa con perro por la Avenida y hablando de los goles del Sevilla, su nombre se pronunciaba Paco Gil.
Con Gil Delgado se nos va la última estribación de la Sevilla del Cardenal Segura. Mi querido calonge era su biógrafo, en un tomo de la BAC que recomiendo a quienes quieran conocer aquella Sevilla, más allá del tópico de la excomunión del Ayuntamiento de Los Palacios por permitir el baile agarrado. Para mí que a Paco Gil, tras estudiar el «Conflicto Iglesia-Estado» en otro libro, se le había quedado mucho del perfil y el talante de Segura: firmeza en las convicciones, orgullo de la Iglesia en su papel en el mundo, amor a las cosas de Sevilla. Y lealtad al Rey. Como Segura, era monárquico. Como Segura, inflexible en sus principios y convicciones. Pero Sevilla pura, predicación de quinario y veraneo en Matalascañas cuando la calor, hasta la procesión de la Virgen de los Reyes, junto a la que siempre me recordaba como una reedición de Bandarán.
Paco Gil sabía latín y se le notaba. Lo conocí en la Universidad, donde daba unas clases de Religión que había que aprobar si querías pasar curso. Fue capellán universitario, y allí conoció a la generación que protagonizó el cambio, a la que alentó. Paco era, por monárquico y sevillano clásico, liberal. Pero sin renunciar a sus ideas. A mí, por ejemplo, cuando era un joven estudiante de Letras que escribía poemas, me formó un pitote importante (vamos, marchando una de dosié) por unos versos navideños que censuró por heterodoxos como capellán universitario. Segura puro de oliva, como el aceite de las tostadas de La Ibense, que luego tantas veces me tomé con él, cuando generosamente ejerció de capellán de mi familia y cada 20 de julio, antes de que todos nos fuéramos a los baños, nos decía una misa por la zapatera y por el alfayate ante nuestra Virgen de la Antigua, como en el oratorio de casa. Aún lo estoy oyendo en esas mañanas funerales de abanicos y chaquetas de mil rayas, ante la plata indiana de la Virgen de la Antigua, en el silencio de las 10 en el reloj del crucero, ante San Joaquín y Santa Ana, con su casulla de guitarra, su delicadeza, su bondad, Don Francisco recordando a Don Antonio y Doña Pilar, sus vecinos del viejo Colegio de San Miguel, ante la bizantina Virgen del muro, la de la rosa en la mano y la corona que le impuso el Cardenal Ilundain, el arzobispo con nombre de calle antigua del ABC que prohibió las saetas en Semana Santa.
Y como en el remate del poema de Manuel Machado: ...y Sevilla. Pero... y Sevilla F.C. Aún lo recuerdo en la redacción de «Informaciones de Andalucía» (porque entre sus muchos títulos académicos obtuvo el de periodista), los lunes, al alba, antes que a las 10 se fuera a misa capitular, comentando los goles de su equipo y bromeando contra nosotros los béticos. Así de humano era Don Francisco, mi querido capellán familiar Paco Gil Delgado. Quizá el último canónigo por oposición, con plaza ganada en ejercicios debatidos en latín y con pelón de monedas de plata en su toma de posesión. Tan culto y letrado, que sabía disimularlo, sin la menor pedantería, y que se reía de su propia caricatura, cuando la gente, al pasar, comentaba: «Mira, ahí va el cura que ha anulado a Rociíto».
Igual que usía ilustrísima, señor doctor don Francisco Gil Delgado, tantas mañanas de julio le pidió en la misa a nuestra Virgen de la Antigua por Don Antonio y por Doña Pilar, yo ahora, querido Paco, le pido por ti a nuestra delicada imagen colombina de la rosa en la mano y el cutis de marfil. Ea, y tras darle una propina al sacristán, como me has sugerido, nos vamos a los veladores de la esquina del antiguo Bar Correos, en nuestro barrio, a tomarnos un cafelito en paz y en gracia de Dios, mientras nos lamentamos de esta España y yo, ay, Paco, de tu muerte.


 

 

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