ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La tribu de los indios peperos

LOS mismos conquistadores que quedaron extasiados ante lo mangones que eran los indios cachimbas se cayeron de espaldas cuando vieron lo papafritas que eran los indígenas de la tribu de los indios peperos, llamados indios fachas por sus enemigos los cachimbas y los sociatas, que culparlos suelen de todas las desgracias de la Humanidad, desde el Diluvio Universal a la subida del euríbor. Los indios peperos han inquietado a muchos antropólogos, por cuanto les es imposible aseverar de dónde provienen estos aborígenes, si el pepero nace o se hace. Aunque algunos dijeron encontrar una camisa azul bajo su característico atuendo guerrero del polo con el cocodrilo Lacoste, las últimas investigaciones lo desmienten. No así ocurre con sus cabellos, por los que los primeros descubridores y navegantes los llamaron indios gomina, por la que en el pelo llevaban los muy pijos, al modo como aparecen, lagarto, lagarto, ciertos personajes de los años 30 del siglo XX, cual José Antonio Primo de Rivera, anda que no es facha ni ná el fijador, Borja Mari.

Los peperos son indios muy suyos, muy de la familia, de la enseñanza concertada, de los curas y de cosas de toda la vida: «Así como nosotros, Borja Mari». O eran, Provida mía. Porque los grandes jefes de la tribu, con tal de seguir en el machito, defienden ahora el aborto de barra libre y la eutanasia de garrafa, y pastelean, como antaño la tribu de los indios gallardones. Es conocida su falta de habilidad para defender las nobilísimas ideas liberales que representan y de las que parece se avergüenzan. Punto en el cual son especialmente desmañados los del Sur, tierras dominadas por los indios sociatas, sus eternos enemigos. Los peperos del Sur nunca vendieron una escoba ni aunque se las pusieran como a Fernando VII con Mienmano, Estepona, las facturas falsas y otras meridionales mangoletas de los indios sociatas, con las que otras comunidades indígenas se hubieran hinchado, exterminando a sus adversarios. Ellos, no, especialistas como son en fallar con la espada y perder las orejas; por lo que algunos geógrafos ilustres como el profesor March Ena, de la Emasesa University, los llaman en sus últimos estudios «los indios papafritas» («fried potatoes indians»).

Los hechiceros y grandes jefes de la tribu de los indios peperos se han reunido recientemente bajo la luna grande de Valencia para lograr la mundial: que siendo lo que éramos y sin dejar de serlo, ya no vamos a ser lo que somos, sino lo que queremos aparentar ser, y el que te entienda, hijo, que te vote, que Borja Mari y yo, no. Engañándose y engañando, han conseguido que ellos mismos se crean que para renovarse hay que echar hasta a la señora de la limpieza, menos al gran hechicero que los puso a todos, que ése está renovado por cojones, porque él lo dice, y punto pelota. Y, a su vez, al gran hechicero antiguo le han puesto dos velas negras la Bruja del Pedal y la Bruja Sorayita, porque ya no está y porque nosotros los de entonces ya no somos los mismos, pero seguimos cobrando del partido y seguimos teniendo coche oficial, despacho, secretaria, dietas y teléfono móvil por la cara, que es de lo que se trata. Punto en el cual, frente a las tesis del doctor March Ena, hay quienes sostienen que tan papafritas no son, cuando hay alguno que vive a costa de su tribu desde que tenía taparrabos corto, sin haber ganado unas elecciones en su puñetera vida.

Una cosa son los indios peperos de los territorios donde han vencido a los otros indígenas, y otra muy distinta los apalancados fuera del poder en territorio enemigo. Mientras que los primeros ponen sus bosques que da gloria verlos, sacados de brillo, como la selva valenciánica o el humedal madrileñí, los que viven del sueldo del partido en lugares domeñados por sus enemigos indios sociatas están encantados de haberse conocido, pensando más en su propia carrera dentro de la tribu que en llegar un día a partir el bacalao. Y porque, además, los partidarios fachetes de los indios peperos están en el fondo encantados con el acomodo económico que se han tenido que acabar buscando con los indios sociatas, que los inflan a subvenciones para sus empresitas y negociejos, y que colocan a sus niños en la Junta, por lo que decir suelen: «Yo ya no sé si soy de los nuestros, Borja Mari, porque después de Valencia los nuestros parecen ahora los de ellos».

 

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