ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El Vito vuelve al Colón

Roma padeció la invasión de los bárbaros y Sevilla sufre la irrupción de los decoradores. No sé qué será peor. Un decorador suelto es mucho más peligroso que un urbanista colocando catenarias, o que un arquitecto poniendo la piel sensible y la piel de gallina en La Alfalfa. No es que yo tenga nada contra los decoradores, válgame el cielo, dignísima profesión. Pero le tengo pánico a algunos. Sobre todo a los que sueltan con licencia para matar recuerdos en locales históricos, en comercios tradicionales, en bares con sabor, en establecimientos con solera. Ya vieron lo que ocurrió en el Ex Bar Laredo, que lo convirtieron en Marinador con veladores en plena plaza de San Francisco. Y lo que, antes, ocurrió en Ochoa tras el fuego, que cualquier parecido con la realidad de los recuerdos de la antigua Granja Victoria era pura coincidencia, tras la conversión del clásico salón de té a la estricta observancia de la nueva fe porcelanosa.

Ahora le ha tocado el turno al Hotel Colón, que era el de los toreros, de las artistas, de los cantaores, donde paraba Rafael de León cuando volvía a su tierra. Tú entrabas por la dorada puerta giratoria del Hotel Colón, ahora destruida, y te parecía que te ibas a cruzar con Manolete, que salía vestido de torero para cortar un rabo en Sevilla. Tú te sentabas en la rotonda, bajo la cúpula-vidriera que recordaba la del Palace de Madrid, y te parecía que por la escalera iba a bajar gloriosamente Doña Concha Piquer camino de su espectáculo «Puente de Coplas» en el Teatro Cervantes. El Colón era a Sevilla lo que el Wellington a Madrid: el hotel torero por excelencia, lleno de aficionados franceses, donde los días de corrida iban los cronistas sobrecogedores a ajustarse con los apoderados y donde los aguilillas de la Fiesta se trabajaban el mangazo o el alcahuetazgo. En el Colón se respiraba cante del bueno, toreo del mejor, copla inmarcesible.

Hasta que la compañía propietaria decidió ponerlo de dulce. Amargo dulce moderno. Al Colón le ha pasado lo que le ocurrió al Don Pepe de Marbella con la misma cadena. Queriendo ponerlo de todo lujerío, lo han desfigurado y quitado todo su encanto. Nada de lo que usted puede recordar del Colón existe ya. Si no quiere llevarse sofocones, pase de largo. Porque si entra, tendrá que alquilar manos para llevárselas a la cabeza. Con decirle que, al lado del Ex Colón, el Ex Laredo parece una maravilla de sevillanía... Lo han laredizado completamente, y hago gracia de no poner aquí los nombres de los autores de la destrucción de su ambiente taurinísimo y sevillanísimo. Lo han disfrazado de Hotel Ars de Barcelona. Entras al Colón y te parece que estás en cualquier sitio... menos en el Colón. Donde hay disparatones antológicos. ¿Usted ha visto alguna vez colgada en la pared una cabeza de toro no disecada por Vicente Gamarra, sino de escayola? Pues en el irreconocible bar del Colón tiene un par de ellas. Serán los toros que matan las figuritas de escayola de ahora, digo yo. Y usted habrá visto en las iglesias barrocas ángeles lampadarios, de La Roldana o su escuela, ¿no?, pero nunca un caballo lampadario: un caballo negro de madera con una lámpara en todo lo alto de la cabeza. Bueno, pues a la entrada del mentado ex bar tiene un magníficio caballo lampadario. Y nada digo cuando, como anuncian, llegue el tal Dani García y acabe con El Burladero y con su cola de toro, a la que seguro que le pone hidrógeno, nitrógeno y la leche que mamó. Tal como lo han dejado, del Colón sólo puede salir vestido de torero José Tomás.

Lo malo es que esto es lo que le gusta a la gente. Estaba yo deprimido dándole a la pestaña con la destrucción del Colón, cuando llegó Julio Pérez Vito con sus andares toreros, y me dijo, maravillado y embelesado:

—Esto lo han puesto pressssioso.

¡Ea! ¿Será que los sevillanos nos merecemos estas cosas?

 

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