Los expertos en sociología parda dicen que para conocer bien una ciudad hay que ir a los mercados para saber de sus modos de vida, su mentalidad, sus costumbres. Yo añadiría que hay que ir también a sus hospitales, para ver cómo andan los habitantes de esa ciudad de sentimientos y de humanitarismo. Yo he visitado hospitales centroeuropeos y me ha llamado la atención que los enfermos están más solos que la una. Allí no hay el menor problema del butacón o la comida del acompañante. El acompañante no existe. La madre de la parturienta está en su casa. Como aquí las guarderías son depósitos de niños para que los padres no tengan que ocuparse de ellos, allí los hospitales son almacenes de pacientes de los que la familia se despreocupa. Y si a alguien de esos países tan fríos le muestras tu latina extrañeza porque los enfermos estén solos, te dicen:

—¿Para qué vamos a estar allí, si los enfermos están perfectamente atendidos y los familiares no hacemos más que estorbar? Pero el domingo vamos a visitarlos.

Los familiares más directos se convierten, así, en simples conocidos, como los visitantes del fin de semana de aquí, los que dicen en los pueblos:

—Niña, vamos el domingo a Sevilla, al Morato, a ver a la Encarni, que está ingresá.

Meses atrás acudí de visita a ese gran desconocido de nuestra sanidad pública que es el Hospital de Valme, y por la planta donde estaba encamado el enfermo que iba a ver andaba medio Alcalá de Guadaira. Con el alcalde a la cabeza. Tal como lo digo. Me encontré con el gran Antonio Gutiérrez Limones saludando alcalareños de habitación en habitación, de charlita con los familiares de los hospitalizados. Me dijo:

—He venido a ver a un amigo, pero como los enfermos de Alcalá vienen todos aquí, pues, ya ves, estoy visitando también a medio pueblo.

Vida. Eso es lo que rebosan los hospitales sevillanos. Vida frente al dolor. Solidaridad se llama la figura. En determinado hospital de cuyo nombre no me da la gana de acordarme, yo he visto por esas plantas hasta un lotero con el quién me compra un quince mil. ¿Demasiado? Quizá. ¿Pero y lo triste que es un hospital sin visitantes, unos enfermos sin nadie que vaya a verlos? Claro que todo debe tener un límite. En las habitaciones individuales que por cierto prometió Chaves y nunca llegaron, pasa. Pero en las dobles, el enfermo fastidiado y recién operado que necesita silencio y tranquilidad tiene el pobre que aguantar al medio Alcalá o al medio Huévar que se mete por la tarde a visitar al de la cama del lado, al que mañana además ya le dan el alta y va a poder saludar en el pueblo a quien le dé la gana.

Creo que pensando en esto último van a poner coto a las visitas masivas en algunos centros del Virgen del Rocío. De los hospitales de puertas abiertas pasaremos al antiguo sistema de los controles de acceso de visitantes. Del Virgen del Rocío fantástico de Joseba Barroeta, el de la tecnología punta y los avances, en materia de visitas volveremos al García Morato del recordado Juan Bermudo de la Rosa. Estoy viendo otra vez los mostradores de los celadores como aduanas en los pasillos de entrada, pidiendo el pase. Estoy viendo a los familiares subiendo y bajando de uno en uno con el pase. Que se llamaba así porque pasaba de mano en mano para que entraran todos. Pero de uno en uno. Y en cuanto los hospitales tienen de indicadores sociológicos, estoy viendo la gracia de Sevilla como antiguamente en García Morato. Lo que se cuenta de aquel mariquita que iba a visitar a un muchacho amigo suyo y lo paró el celador para pedirle el pase. Y dijo muy serio:

—¿Pase yo? Niño, ¿pero tú qué te has creído, que yo soy Enrique Ponce, con tanto pase ni pase?