ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Qué pesados con Miguel de Molina

Qué pesados están con este señor de «La bien pagá», desde que Basilio Martín Patino nos lo presentó en sus «Canciones para después de una guerra». Ahora, en Madrid, una exposición homenaje, con su vestuario escénico como un monumento «kitsch» insuperable; con sus botines horrorosos y cursis, de dolor de cabeza; con sus escenografías de cartón piedra; sus discos, sus carteles, y su Buenos Aires querido. Bueno, pues por muchas exposiciones que le hagan y por muy políticamente correcto que sea, en cuanto republicano y homosexual...

—Le faltaba una mijita de sida para que fuese ya el acabóse de los progres, usted...

Que digo que por mucho que reivindiquen su figura y lo conviertan en el retrato-robot de todos los tópicos progres de la copla (que existen, como existen los tópicos fachas de la copla), Miguel de Molina cantaba muy malamente. El jipío que bordaba Concha Piquer, que era pellizco de arte en Juanita Reina, que es «vibrato» de emoción en la voz de Gracia Montes, es algo que el señor pesado de los anillos de moneditas de oro no aprendió en toda su vida, ni con la República ni con Franco, ni en Madrid ni en el exilio. Exilio... ¡Pues anda que no hubo gentes de la copla en el exilio, y nadie habla de ellas, ni nadie las reivindica, ni nadie les hace un homenaje! Ahí tienen, en Buenos Aires mismo, como Miguel de Molina, a Salvador Valverde, el letrista sevillano de media memoria sentimental de España; el que escribió en colaboración con Rafael de León ese monumento nacional que es «Ojos verdes»; el autor de «Ay, Mari Cruz» o de «María de la O». Salvador Valverde estuvo tan exiliado y perseguido como Miguel de Molina o más. Hizo la guerra en Barcelona y tuvo que marcharse, por rojo. En la radio no podía pronunciarse su nombre como integrante del trío genial de Valverde, León y Quiroga. Hasta su nombre prohibieron.

Y quien dice Salvador Valverde dice Ramón Perelló, autor precisamente de «La bien pagá», así como de «La falsa monea», «Los piconeros», «Échale guindas al pavo» o la copla que cantaron los dos bandos de la guerra civil y fue la banda sonora de la tragedia: «Mi jaca». Perelló sí que estuvo cinco años encarcelado por Franco, en Yeserías y en Carabanchel, y no viviendo esa fiesta que según Carlos Semprún Maura fue para muchos el exilio.

O Angelillo, que sí que es de verdad la voz del altavoz del frente de los rojos, el cantor de la República en coplas, quien sufrió el destierro y tuvo una popularidad en Argentina y en España que ni a soñar que se echara conquistó Miguel de Molina, cuya memoria habló siempre desde el resentimiento y la envidia, cuando no desde los infundios que levantó sobre La Piquer.

Juanito Valderrama me contaba que conoció a Miguel de Molina en Villa Rosa, el templo republicano del flamenco, el aula magna de las enseñanzas de don Antonio Chacón. Y en aquel Villa Rosa de los grandes cantaores de los años 30, ¿saben ustedes lo que hacía Miguel de Molina? Pues era el muchacho que iba a por café. Literalmente. Miren ustedes: lo mejor que le pudo pasar a Miguel de Molina es que aquellos falangistas mamones, unos cerdos fascistas, le pegaran una paliza en los Altos del Hipódromo. Acuñaron un mito. Engendraron una leyenda. Si Miguel de Molina no hubiera sido tan provocador y hubiera sufrido la servidumbre y grandeza de su opción sexual con la misma dignidad y silencio que tantos otros grandes artistas españoles de la piompa que se quedaron aquí tragando quina y sin los laureles heroicos del exilio, hubiera sido un coplero más, uno del montón. Hubiera sido, en el mejor de los casos, como Tomás de Antequera, el de «Doce cascabeles». Que cantaba por cierto siete mil millones de veces mejor que Miguel de Molina y era igual de mariquita. Pero aquí, sin cuentos del exilio, con dos co...plas.

 

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