ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Caseta de los Niños Perdidos

Antes de llegar a ese monumento a la calle Siete Revueltas que son las carmesíes vallas municipales que ordenan la cola en la parada de taxis junto a la portada de la Feria, paso por la caseta de los Niños Perdidos y me acuerdo...

— De Utrera. Eso de ponerle al Niño Perdido una caseta propia es un homenaje que le da Sevilla a Utrera.

No, me acuerdo de un sevillano ausente, que nunca olvida a su tierra en la lejanía americana del Estado de Georgia, que es gran poeta, hondo prosista y fecundo ensayista, aparte de catedrático de Literatura, y que vuelve, como un rito, todos los años, a reencontrarse aquí con sus recuerdos. Me acuerdo del gran Manuel Mantero al pasar por la caseta de los Niños Perdidos. Mantero vuelve a su Sevilla todas las semanas santas y casi como la primavera en el verso de Machado, nadie sabe que ha venido. Sólo lo sabe quien lo tiene que saber. Por ejemplo, la Macarena. Esta Semana Santa también ha estado aquí, a reencontrarse con sus ritos. Entre ellos, esperar a la Esperanza en la Madrugada. Sospecho que de un momento a otro habrá un poema de Mantero que se titule algo así: «Esperando a la Esperanza». Mantero se sorprende de que cada año la Esperanza lleve más nazarenos y de que haya que esperar mucho más para que llegue, triunfal, en su paso juanmanuelino. Con el sentido sevillanísimo del humor con que su madre lo parió, me dice siempre: «Si todas las mujeres nos hacen esperar, ¿cómo no vamos a tener que esperar a la Macarena, que es la más Divina Mujer de Sevilla?»

¡Óle!

Eso digo yo. Pero estábamos en la Feria, en esa larga estribación de la calle Espartero, que es como la Penibética de la Feria. Espartero, al fin y al cabo, es la calle Ramón de Carranza vestida de flamenca, así la visten en estos días. Y allí, lo que me hizo recordar a Mantero: la trasera de la caseta de los Niños Perdidos. (Por cierto, añadan al censo de comparaciones populares sevillanas: «Anda que eres más feo que la trasera de una caseta». ¡Qué diferencia entre la trasera de un paso y la trasera de una caseta! Vamos, igualito...)

Manuel Mantero, en su libro «Equipaje», tiene un emocionante poema que se llama así, «Caseta de los Niños Perdidos». Mantero, como todos cuando pasamos ante ella, se encontró a sí mismo al ver la caseta de los Niños Perdidos. Como el poema es breve y rotundo, merece la pena transcribirlo íntegro: «Los colores, los caballos/ el éxtasis de la danza,/las diosas en todas partes,/en todas partes el vino,/veloces rostros, sonrisas/ cómplices de libertad,/ nada ha cambiado, los años/ regresan de su viaje/y la vida se hace cuerpo/elemental bajo el sol/de Sevilla. Huele a origen./Desordenados de exilio,/juegan los niños o lloran/ Esperando la llegada/de los padres. Hay un niño/retirado, silencioso,/de ojos claros que me miran/fijamente, y yo lo miro./No es un niño, es un espejo».

¡Óle!

Eso digo yo. Y digo que en ese espejo de la caseta de los Niños Perdidos donde Mantero se encontró a sí mismo, hallamos algo rarísimo, que siempre andamos buscando: literatura de verdad sobre la Feria, no versos del serrín poético ni claveles de plástico de bazofia por sevillanas. El otro día en la Feria, en la caseta de mi Apoderado Moeckel, Micer Francisco Robles me daba la clave: en Semana Santa todos volvemos a ser los niños que fuimos. Mientras que en Feria, no digo ya los niños que fuimos: en Feria, con la media papa y con el rebujito, no llegamos a saber siquiera lo que somos ahora. Manuel Mantero, una vez que hubo terminado de esperar a la Esperanza y se fue a la Feria, se miró en un espejo de la punta de lanceta de las lonas de la trasera de Gitanillo de Triana con Espartero y volvió a ser niño. Por eso hizo, genial, algo tan raro como buena literatura sobre la Feria.

 

 

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