ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El lamentable medalleo

Cuentan quienes asistieron al acto que el público salió atufado de incienso de la ceremonia de entrega al Ayuntamiento de la medalla de la Universidad. Medalleante y medalleado se hartaron de echarse flores y pelotearse mutuamente. Es uno de los daños colaterales de las medallas: el toma y daca de yo te doy una para que tú me des otra.

¿Cuántas medallas se entregan en Sevilla al cabo del año? La medalla es un viejo deporte local, que creíamos ligado a la dictadura. Que el medalleo era cosa del Movimiento Nacional, de los jerarcas de guerrera blanca, camisa azul y pecho tapizado de condecoraciones. Pero, hijo, llegó la democracia y lejos de acabar con el lamentable deporte del medalleo, lo incrementó y extendió, de modo que cada institución creó su medalla y muchas hasta sus tómbolas anuales de ellas. Ni las Vírgenes se libran las pobres de las medallas, y las hermandades matan y mueren porque se las pongan a sus sagradas titulares.

Sobre la proliferación de conferencias, hay en la capital del Reino unos versillos que afirman: «En Madrid cuando las 8 dan,/o das una conferencia/o te la dan». En Sevilla tenemos que adaptarlos al deporte local de la condecoración: «Aunque con cuidado vayas,/en la ciudad de Sevilla/al que medio se escantilla/le ponen una medalla». Me ocurrió la otra noche en la Casa de Salinas. Llegué al loable concierto benéfico de la soprano Pilar Jurado que Fernando Parias había organizado con la Orden de Malta a fin de recaudar fondos para el comedor de caridad de las monjas del convento de Santa Isabel, y el bueno de José Luis García Palacios estaba sentado en primera fila con un pedazo de medalla recién puesta sobre su traje oscuro. ¿Qué había ocurrido? Pues que, ¡zas!, a mi admirado García Palacios, en un descuido, la Orden de Malta le había puesto una medalla. Hay que aplicar a Sevilla la recomendación que el viejo Camuñas daba a sus alumnos de la Escuela de Arquitectura de Madrid: «El sevillano ha de ir siempre correctamente vestido, porque en cualquier momento de su vida puede ser objeto del acto de imposición de una medalla».

Con las medallas está pasando como con las coronaciones de las Dolorosas: que lo más señalado y distinguido es que la Virgen de tu hermandad no haya sido coronada. Con las medallas, igual: hay tal devaluación, que la verdadera distinción es no tener ninguna. ¡Porque se ve cada premiado (y premiada) absolutamente de cachondeo! Claro, tanto dar medallas tiene que terminar como está acabando: en el desprestigio total. Sobre todo por culpa de las tres tómbolas anuales de medallas: la de la Junta, la de la Diputación y la del Ayuntamiento. Cada una de estas instituciones ha de encontrar cada año, por narices, a docena o docena y media de genios a quienes pegarles el medallazo. Así están de devaluadas las medallas de Andalucía, de Sevilla o de la provincia, que el año que viene creo que les tocan ya al Risitas, a Belén Esteban y al Cura Apeles.

Medallas, además, que seguramente se fabrican fuera. Siendo la medalla una industria estrictamente sevillana, no tenemos aquí una mala fábrica de condecoraciones, seguro que las tenemos que importar de Cataluña. Menos mal que no son pensionadas, porque nos iban a costar un dinero. Aunque ésas son las chachis. Las de la anécdota genial de Jaime García Añoveros en el campamento de las Milicias Universitarias. Gran estudiante, el que luego fuera ministro de Hacienda sacó el número 1 del campamento. Lo llamó el coronel, lo felicitó y le comunicó que le concedían el sable de honor y la Cruz del Mérito Militar. Y cuando el coronel le dijo que si tenía alguna pregunta, el caballero aspirante a oficial de complemento García Añoveros saltó:

—Sí, mi coronel: la medalla, ¿es pensionada?

 

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