Como los ayuntamientos de muchos pueblos con sus festivales flamencos y conciertos de pop y rock, el de Sevilla se ha metido a empresario de espectáculos. Que está muy bien, en una ciudad donde no queda un solo teatro comercial, y donde los artistas que quieren completar aquí su gira por España tienen que irse a Fibes, como si fueran un caballo del Salón o un toro de la Feria. Está muy bien que el Ayuntamiento fomente la parte espectacular de la cultura, con taquilla y escenario. Verbigracia, las Noches en los Jardines del Alcázar, que acaban de cumplir sus venturosos diez años, a pesar de Don Indalecio Rodríguez Galindo (lo de «Don Indalecio» no es errata, es guasa sevillana marca de la casa).

Y como se trata de que se organicen muchos espectáculos, se han inventado un nuevo espacio cultural, con el nombre más pomposo que se despacha: Palacio de la Buhaira. ¡Toma ya! Allí están dando un ciclo veraniego de teatro. Que ha sido celebrado por un cronista local con estas palabras: «Muy poco a poco, Sevilla va tomando conciencia del enorme potencial que sus innumerables espacios monumentales le posibilitan. El último en ser ganado para la causa cultural será el Palacio de la Buhaira, una joya islámica cuyo patio interior servirá de bálsamo contra el clásico paroxismo estival.»

A mí me encantaría que en La Buhaira hubiese un palacio, y más todavía que fuera una joya islámica. Pero lo que entienden como el pomposo «Palacio de la Buhaira» ni es Palacio ni es de la Buhaira: es la casa de campo historicista de la Huerta del Rey, la finca que la Marquesa de Tarifa donó a los jesuitas. Casa que se conservó como Colegio de los Gratuitos en el que fue jardín del jesuítico Portaceli. Aquello es la Huerta del Rey de toda la vida, como la citó Cervantes, según recordaba un azulejo en la esquina de la Fábrica de Artillería. La Buhaira es el nombre recentísimo que le dan a aquellos restaurados jardines desde ayer por la mañana, en la moda de la maurofilia y de la alianza de civilizaciones, de hacer triunfadora a la Ixbiliah mahometana sobre la Sevilla de San Fernando. Que por allí, por San Bernardo, entró por cierto a conquistar la ciudad, lo que recuerda el callejero del barrio: calle Campamento, calle Santo Rey, calle Tentudía. Se trata de que nos olvidemos de la Sevilla fernandina y todo sea a la mayor gloria del califa Abu Yacub Yusuf que en 1171 se hizo construir allí su residencia de verano, vamos, su chalé buenecito, con sus albercas y sus jardines.

Y si La Buhaira es lo que siempre fue la Huerta del Rey, su presunto «palacio», que hasta sale retratado como tal, de palacio no tiene nada. Y de «joya islámica», menos. Aquella no es la casa del califa Abu Yacub. Tirando largo y siendo generoso, casa de campo historicista, neomudéjar, y pare usted de contar. Y el pretendido palacio tiene un nombre, «María de los Ángeles», de tiempos de la Marquesa de Tarifa, heredera de Catalina de Ribera, que lo tuvo como deleitosa finca de recreo hasta que lo donó a los Jesuitas. Allí Aníbal González iba a construir la basílica de la Milagrosa, que no pasó de los cimientos. Y allí se levantó más tarde el nuevo colegio de los jesuitas, Portaceli, modernísimo, donde se trasladó el viejo Villasís, con los cuatro pabellones iniciales de lo que iba a ser un Escorial hispalense que nunca se remató. Como una casa grande venida a menos, la Compañía de Jesús cada vez fue vendiendo terrenos y más terrenos de una Huerta del Rey que en tiempos de la donación llegaba desde la avenida San Francisco Javier a la Fábrica de Artillería, y desde el bulevar de Eduardo Dato a las tapias de la Pirotecnia. Pero, hijo, con esta moda de lo moro, ahora dices Huerta del Rey y se creen que estás hablando del ambulatorio de Eduardo Dato, con tanta Buhaira y tanto Palacio.