ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La última sotana de Sevilla

Los días grandes de la Semana Santa no empezaban hasta que bajo el sol de lirios y claveles de la tarde del Miércoles Santo subía el Cristo de la Salud por el puente de San Bernardo y, sotana, manteo y bonete, venía el párroco don José Alvarez Allende presidiendo con empaque episcopal la cofradía de toreros y artilleros. Don José Alvarez Allende llevaba la vara como el báculo de su obispalía sobre la gente de su barrio, familias enteras a las que había bautizado, casado, dado la primera comunión y rezado el último responso antes que un coche fúnebre saliera por Gallinato a la Calle Ancha.

Dicen los antropólogos que estudian la vida de los barrios que en ese momento del Miércoles Santo, con los soldados de Artillería 14 vestidos de gala dando escolta a la Virgen del Refugio, el casi fenecido barrio de San Bernardo volvía momentáneamente a la vida. Todos los que fueron expulsados del paraíso de la Pirotecnia, de la Fábrica de Artillería, de la fábrica de abonos, retornaban al barrio y San Bernardo volvía a ser cuanto fue antes de la riada del Tamarguillo de 1961 que se llevó medio caserío por delante. No contaron los antropólogos para tal análisis con la última sotana de Sevilla: la de don José Alvarez Allende, que llevaba en sus vuelos la voluntad de permanencia del barrio, desde que fundó la cooperativa de viviendas para impedir el irremediable éxodo, desde que abrió las escuelas parroquiales.

Pasaba la cofradía frente al Cuartel de Intendencia, frente al Mercado de la Puerta de la Carne, frente a los escaparates de ropa de trabajo de Fermín Alfaro, frente a los veladores del Bar Cobo, y a Sevilla, con la sotana y el manteo de don José, se le entraba por las puertas todo un símbolo del barrio. Y por si faltaba poco, Pepe Luis Vázquez quizá, tapadito, sin que lo viera nadie, con gafas de sol, venía también acompañando a la cofradía. San Bernardo puro. Bronce puro de los cañones de artillería que llevaron el nombre de Sevilla por los glacis y baluartes de la América virreinal. Porque don José Alvarez Allende era el símbolo del barrio al que entregó su vida, que era su ministerio sacerdotal. Sin cuentos de ninguna clase, con la rectitud y la amabilidad por bandera. Un leonés como San Fernando, que también fue conquistado por Sevilla. Y que se adelantó a los tiempos de la Iglesia en su voluntad por estar cerca de los que sufren para arreglarles los problemas más inmediatos: la escuela, la casa, el pago del recibo de la luz, el médico. Y, encima, sin olvidar el culto a Su Divina Majestad. Ay, custodia de San Bernardo en procesión de gloria por el infierno de las calles de balcones vacíos, de puertas tapiadas, de apuntalados muros de desconchones...

Muchas tardes llegaba servidor al Bar Asturias, en Las Carolinas, ora para el rito anual del rancho del Desarme, ora para la fabada nuestra de cada día, y creía que entraba en un capítulo de «La Regenta». Con su sotana, con su porte episcopal, con su distante cercanía o su cercana lejanía, en un rincón estaba siempre don José, como bendiciendo estos astures alimentos que vamos a tomar. Allí tuve la dicha de escuchar su palabra por última vez. Me hizo sentar a su mesa y me evocó sus recuerdos de la guerra, como capellán castrense en la 5ª Brigada de Navarra. Me narró los combates de Concud en la batalla de Teruel, en aquellas terribles nieves. Lo que mejor recordaba aquel pater de las Brigadas Navarras era el día que consiguió agua para su batallón, porque los hombres enfermaban de beber en los charcos de nieve derretida. Esa misma cantimplora de agua fresca fue la que, ya en la paz, don José Alvarez Allende trajo a la sed de justicia de San Bernardo. Sin darse nunca importancia. Con los vuelos de la última sotana de Sevilla se nos ha ido el espíritu fuerte de un barrio que quizá ya no exista más que en el recuerdo de aquel empaque episcopal de don José en la cercanía con su gente.

 

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