ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Javierre, La Canina y Maribel Moreno

Dicen que hay muchos santos que son unos guasones. José María Javierre era de este modelo. Turbo. Decía las cosas más serias siempre con una broma, entre chiste baturro y guasa sevillana. Yo se las gastaba. Me encantaba pincharle diciéndole que siempre andaba biografiando santos de tercera, que jugaban la liguilla de promoción y ascenso a la beatificación. Javierre tenía que haber escrito su propia vida. Le habría salido, del tirón, una vida de santos. Como era un militante del Concilio como otros lo eran entonces del PCE, era un hombre-orquesta de la pastoral. Como Santa Teresa lo encontró entre los pucheros, Javierre demostró que Dios también estaba en su «Correíllo» de los tiempos difíciles; en la Enciclopedia de Andalucía; en «Tierras del Sur»; en sus libros; en sus monjas; en sus sermones; en sus viajes a Roma; en su Pregón; en su defensa de los derechos humanos cuando se la jugaba uno por predicarlos. Hasta en su vida de familia con los Fernández Palacios. Más que un hombre, el Cura Javierre era un mundo. Que ayudó a muchos a abrir y a descubrir muchísimos otros mundos. Sin dejar nunca de ser cura. Sin dejar nunca de predicar la Verdad, que en su boca y en su ejemplo nos hizo más libres.

Fue el primer pregonero de la Semana Santa al que no despellejaron en el Lope de Vega, sino en el Maestranza, donde caben muchas más navajas para que tu hermano en Cristo te dé la puñalá por la espalda. Y si no llega a ser por La Canina, no saca el pobre ni un aplauso. Pero como era un guasón, echaban humo las palmas cuando se abrió de capa con una saeta a La Canina que le prestó Peregil: «Canina guapa,/ cómo te quiero,/pero te hace falta/un caldito del puchero.» Desde entonces, Javierre, barroco puro de Sevilla, se hartó de bromear con su propia Canina. Le preguntabas por su salud y te decía casi como Joseliqui: «Pues hoy estoy un poquito peor». Sólo los santos esperan a la muerte como Javierre la aguardaba.

Porque Javierre era santo y en Sevilla lo hicieron más todavía. Maribel Moreno de la Cova lo traía por la calle enmedio. Como en «El Correo» se metían tanto con su hermano, el alcalde Félix Moreno de la Cova, Maribel se la tenía jurada. Lo quería matar. Marisa Carmona Sánchez-Ibargüen, la mujer de José María Fernández Palacios, medió para que hicieran las paces. Llamó a Maribel y le dijo: «He hablado con Javierre, y ahora mismo te va a llamar para darte explicaciones. Cuelgo, porque te va a llamar». Y sonó el teléfono. Y Maribel, sin dejar hablar a nadie, soltó:

—Ya sé quién eres, me lo ha dicho Marisa... Y ten mucho cuidado conmigo, porque, mira, a ti, como te coja yo por la calle, te voy a dar un arreón que te vas a enterar. Si te cojo, es que te parto la cara, aunque seas sacerdote. ¡No hay derecho a lo que estás haciendo con mi hermano Félix!

—¿Pero qué me está usted diciendo, señora?

—Lo que oyes, que eres lo más miserable y despreciable que nos ha llegado a Sevilla. Cuando yo vea al cardenal te vas a enterar de lo que le voy a decir de ti.

—Por Dios, no me diga esas cosas, que me estoy poniendo malo.

Y así siguió leyéndole la cartilla a su comunicante, hasta que notó que no era normal que se achicara tanto, y le pidiera que parase en su rapapolvo. Y fue entonces cuando Maribel Moreno de la Cova paró el carro en la noble y ardorosa defensa de su hermano Félix y preguntó:

—Pero, vamos a ver: ¿usted quién es? ¿Usted no es el cura Javierre?

—No, señora, yo soy el de Ulloa Óptico, y la llamo para decirle que ya tiene usted terminadas las gafas...

Por poco el de Ulloa Óptico se gana la santidad como Javierre la alcanzó en Sevilla.

 

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