Me he acordado de la becqueriana leyenda de Maese Pérez. Del mismo modo que las magnolias vuelven siempre a florecer, henchidas de gloria, cuando han pasado los días del gozo, así Sevilla siempre torna a escribir sus más hermosas leyendas. Les hace leves retoques, las cambia de sitio y de personajes, pero en el fondo son las mismas. Me he acordado de Maese Pérez porque de un organista trata este palimpsesto de leyenda. Un organista que es algo más que un organista. Es organista, sacristán, músico de la Banda Municipal, compositor de marchas procesionales. Y macareno. Un macareno de Los Remedios. Igual que hay macarenos de Anchalaferia, y macarenos de Los Callejones, como mi lavandera de la calle Torrigiano, también los hay de Los Remedios. Algunos se han pasado allí la vida trabajando. Como el personaje de nuestra leyenda. Tan sevillano, que tiene nombre de cronista de los anales del siglo XIX: José Velázquez Sánchez se llama. Quien ha estado de sacristán en la parroquia de Los Remedios desde 1955. Desde que la fundó Don Otilio. Desde que la calle Asunción estaba por construir; Benito Villamarín iba a abrir el Cine Los Remedios; se levantaban en la Plaza de Cuba «los pisos de los millonarios», los primeros que costaron un millón de pesetas; en la esquina de Virgen de Loreto estaba la Granja Marisanch; las familias que venían del centro estrenaban los pisos de la Diputación; acababan de abrir la nueva Fábrica de Tabacos; las chavalas iban a bailar al Turín y García Pelayo aún no había puesto el Don Gonzalo en la calle Virgen del Valle, donde Juan Aizpuru, en la Delegación de Caza y Pesca, era el protodefensor de Doñana como espacio protegible.

A ese fundacional barrio de Los Remedios llegó José Velázquez de sacristán, cuando la parroquia funcionaba en la actual cripta y aún no habían construido ese hangar de aviones horroroso que hicieron, donde es tan difícil creer que Dios está allí. Velázquez es de Guillena, de donde vino con su afición a la música. El organista de Los Remedios es un hombre orquesta. Lo mismo era organista que sacristán. Y que músico de la Banda Municipal. Pronto quedó unido al paisaje sentimental de la parroquia. Sirvió a la Iglesia entre los pucheros del trabajo parroquial y alabó a Dios y a su Madre como compositor de marchas procesionales. Como estaba casado con María Luisa Ponce, «aquella niña guapa y triste a la que prohijó la lavandera de la calle Torrigiano», más macarena que las mariquillas, cuando llegaron los 25 años de la coronación de la Esperanza no le fue difícil componer una nostalgia en forma de marcha: «Aniversario macareno». Como luego, por no salir del barrio, le dedicó «Victoria Cigarrera» a la Virgen de la calle Sebastián Elcano.

El caso es que Velázquez el sacristán se jubiló y don Francisco Navarro, el párroco, pidió para él la medalla Pro Ecclesia et Pontifice, por sus servicios a la Iglesia. El Papa se la concedió. Y la parroquia organizó un solemne acto para que se la impusiera el arzobispo. Pero el sacristán estaba enfermo, en cama. No podía asistir al acto en la parroquia. Llamaron de su parte al arzobispo. Le dijeron:

—Ilustrísima, que el sacristán está enfermo y no puede ir a la Iglesia a recoger la medalla.

Y el arzobispo, entre parábola y leyenda, dijo:

—Pues si el sacristán no puede ir a la iglesia, la Iglesia irá a casa del sacristán.

Y así fue. Todo un señor (y tan señor) arzobispo de Sevilla fue a la modesta casa donde vive quien durante 55 sirvió a la parroquia de Los Remedios con su trabajo y a la Iglesia con su música. Le impuso la medalla, rodeado de los suyos más cercanos. Chorreó la emoción. Y las lágrimas. Como las lágrimas de esa Esperanza que cada madrugada vuelve a escuchar su oración musical, la marcha que se estrenó en aquel aniversario de silencio de terciopelo verde de mayo, entre el merino de las capas de las magnolias.