ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Jazmín de vísperas

No sé en qué Jardín de la Caridad, en qué vivero de primores de Sevilla fue que Encarnación, mi amiga loreña, encontró un día de marzo este jazmín que me trajo, y que desde entonces se ha hecho en la terraza amigo del otro que me regaló Amelia, la hija de José Andrés Vázquez, el que tantas tardes de amores rotos miraron sus bellos ojos y del que sus manos de izar banderas andaluzas tomaron este que fue esqueje, sabedora que a su padre aquella planta se la había llevado Romero Murube hasta su casita de Heliópolis, hija de un jazminero plantado por el poeta en los jardines del Alcázar.

No era la primera sorpresa de flores que me había traído Encarnación. Un día de junio apareció por casa con una flor recién cortada por su mano de un magnolio de la Base de Tablada, que en aquel ambiente como colonial se creería que estaba todavía en un aeródromo de Nueva Orleans, antes de que la jardinería de ida y vuelta lo montara, como una guajira, en el galeón de Luisiana. Cuando Encarnación entró por las puertas con la magnolia fue como si hubiera llegado un seise, o un blanco capote de paseo en tarde de Corpus en el Arenal, o el pliego para una carta de amor. La hermosura de la magnolia, con sus hojas hechas como de carne blanca de una novicia desnuda o de los labios de mármol de una Venus, duró apenas un día. Pues al amanecer, por mucho que la echamos en agua y cuidamos, en el más hermoso vaso de cristal tallado que encontramos, la flor se había tornado de la color de la tierra a la que todo vuelve, signo de la fugacidad de la belleza y de la brevedad de la vida.

El jazmín que en su maceta nos trajo Encarnación por marzo fue como la revancha por la brevedad de aquel recuerdo que cortó en Tablada en forma de magnolia. Sabe Encarnación cómo me gustan las blancas flores de Sevilla: la sorpresa del primer azahar, los nardos de agosto, las magnolias de junio, los jazmines que aún trasminan con su olor pregones antiguos de moñas por las esquinas y que me huelen como las que mi madre se ponía en su pelo por las tardes y en su mesita del cristal con estampas por las noches. Eran fechas en que preparaba un discurso que titulé «Los días del gozo». Marzo apuntaba en la luz cierta de Sevilla. Y cuando el día fue llegado para leer el discurso que escribía, donde hube de anunciarle a Sevilla lo que de sobra Sevilla sabía, las flores del jazminero que me había regalado Encarnación se abrieron, breves e intensas, formando en sus ramas como moñas que buscaran el pelo de una mujer amada. Que quizá fuera la Semana Santa, que como ser amado por tantos hombres a lo largo de los años debe de ser mujer. Y bien hermosa.

Aquello era por marzo. Creí que el jazmín volvería a florecer con la luna de abril, y luego por mayo. Pensé que era jazmín lunero, como el de Amelia Vázquez. Estaba equivocado. Pasaron las lunas, vinieron las calores, los sonidos de las esquinas se oyeron tan vivos que pedían voces de niños jugando en la plazuela, y el jazmín no floreció más. Y así pasó el verano, y volvimos de los baños. Y mientras su amigo de mi terraza, el jazmín nieto de Joaquín Romero Murube e hijo de José Andrés Vázquez se abría ritual con cada luna, el que me trajo la delicadeza de la loreña Encarnación siguió sin florecer. Pensamos que se había secado. Pero he aquí que cuando otra vez fue llegado marzo, y de nuevo vino la certeza de esta luz, y se acercaban los días del gozo, volvió a abrir. Isabel, que me hace ver el mundo y comprenderlo, fue quien lo descubrió:

—¿No te das cuenta este jazmín te lo regaló Encarnación cuando el pregón y sólo cuando es la época del pregón da flores?

Este año se ha repetido el prodigio de mi jazmín, el que tiene aficiones de azahar y que sólo cuando llega el día del pregón le hace la competencia a los naranjos del jardincillo de casa. Cuando en las vísperas otra vez sonaban poemas anunciadores del gozo, el jazmín ha vuelto a dar su mágico pregón de blanca hermosura.

 

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