ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Sagrada memoria de La Ibense

Para quienes la infancia son recuerdos del veraneo en una playa de la Bahía, siempre hay en la memoria un anochecer con helado de cucurucho. En la Plaza de la Plancha de Rota, en la Calzada de la Infanta de Sanlúcar, en la Plaza Mina de Cádiz o junto al santuario de Chipiona pasa el tío de los helados pregonando su mantecado, con su carrito de toldillo y niqueladísimas pirámides gemelas con asa de pirindola que preservan el tesoro de la fresa, la vainilla, el tutifruti o los tres gustos. Era el heladero alicantino que cada año, como los vencejos a Sevilla, llegaba a las playas anunciando el verano. El heladero de Ibi, Alicante. Ibi, paraíso de nuestra infancia. De Ibi nos traían los Reyes los trenes y los coches. Por el verano, el carrito del helado decía que aquellos cucuruchos también venían de Ibi. En el toldillo ponía: La Ibense.

Y hubo un tiempo en que, río arriba, como la Flota de Indias o la manzanilla en los bocoyes que con su blanca guayabera antillana y su jipijapa vendía Simón, el representante de La Gitana, La Ibense subió a Sevilla desde Sanlúcar, aprovechando la collada del prestigio de la marca entre los veraneantes y la marea de lo que gustan aquí las cosas de Cádiz. Fue Francisco Hermosilla quien hace treinta años estableció una sanluqueña cabeza de puente en el mejor cahíz, frente a Correos. Allí plantó su heladería La Ibense. Sanlúcar tomó Sevilla. Muy cerca, en la antigua tienda de comestibles La Casa de la Moneda, de Felipe Justel Santamaría, Inchausti encendió los fogones sanluqueños y le dijo a Sevilla «estos son mis poderes»: la sopa de galeras y las ortiguillas. En Barbiana de la calle Albareda, Manuel Sánchez Cuevas abrió otro templo sanluqueño y nos convirtió a la verdadera fe del atún encebollado y del cazón en amarillo.

Y como Sevilla es tierra de tradición, lo que Hermosilla abrió en la esquina de Almirantazgo como heladería sanluqueña de La Ibense terminó siendo lo que siempre fue: el Bar Correos de toda la vida. Con la terraza del Bar Correos de siempre y con el público del Bar Correos de siempre. En esa misma esquina, antes del ensanche de la Avenida que hicieron Almedi y Almola, en esa derribada esquina estuvo el histórico Bar Correos de Ángel Balparda, el que se trasladó luego a Asunción, con su mítica ensaladilla. El viejo Bar Correos era donde tomaban café los carteros antes del reparto y los canónigos después de coro. Donde a mediodía se sentaban en los veladores de su terraza los turistas de Baedecker y Hotel Simón. A lo largo del tiempo, lo que Hermosilla estableció como heladería La Ibense con mostrador decorado por Juan Carlos Alonso acabó volviendo a ser el Bar Correos de toda la vida. Hasta en los tiques de la registradora te salía ya lo de Bar Correos, no La Ibense. Y había siempre un canónigo de guardia, como don Francisco Gil Delgado tomando café con Pepe Torres, o como don Francisco Navarro encontrándose con servidor para recordar a la Hermana Matilde que nos enseñó el Ripalda en la Doctrina Cristiana de Guzmán el Bueno. Y allí estaban, en tertulia académica, el orfebre Manuel Seco o Pepe Benjumea con Enrique Valdivieso. Y los turistas de limonada en los veladores de la terraza donde Jacinto el betunero entregaba su medalla para coronar a su Virgen de la Esperanza.

Los que vimos cerrar el Bar Correos de Ángel Balparda hemos rejuvenecido bastante, porque ahora hemos visto cerrar el Bar Correos de Francisco Hermosilla, su Ibense. Treinta años de memoria de Sevilla, ay, se nos van. Pobre ciudad, pobre ciudad, que tienes que escribir el obituario de sus personajes irrepetibles y el gorigori de los establecimientos que le dan su esencia. Por el maldito parné, me temo que la esquina del Bar Correos se sume a esa Düsseldorf con Semana Santa o a ese Albacete con Feria en que están convirtiendo a Sevilla. No quiero ni pensar que profanen con otro Starbucks la sagrada memoria con calonges del Bar Correos.

 

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