ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


De la canícula a la alerta amarilla

Igual que al buen o mal tiempo de un momento dado lo llaman erróneamente clima, y dicen «por causas climatológicas» cuando se suspende algo por motivos meteorológicos (el «si el tiempo no lo impide» de los carteles de toros), a estas grandes calores gordas les dicen «alerta amarilla» y todo el mundo se ha olvidado de una palabra clásica, que quiero reivindicar con este artículo: la canícula.

¿Qué era la canícula? Pues este tiempo de asarte de calor. Y cuando no había aire acondicionado. La canícula era el periodo del año con las calores más fuertes, del 23 de julio al 2 de septiembre. Y se llamaba así porque los astrónomos de la Antigüedad sostenían que las grandes calores coincidían con el tiempo de nacimiento helíaco de la estrella Sirio, de la constelación del Can Mayor, a la que llamaban en latín Canícula, o sea, Perrita, por lo del Can. Cuando el sol entra en la Canícula, hacia la Velá según el Almanaque de Triana, es, pues, cuando suele hacer tela de calor. Hasta el punto de que para muchos «canícula» era erróneamente sinónimo de calor grande. Como lo es para otros «calina», que no tiene nada que ver con el termómetro, pues es «accidente atmosférico que enturbia el aire y suele producirse por vapores de agua».

Pero ya ni los sevillanos clásicos hablan de la canícula. Que antaño tenía muy buena prensa, como cuidada por un relaciones públicas de la calor, y aparecía ritualmente en los periódicos cada verano. Venía siempre un suelto en las páginas de Sevilla que decía: «Hoy llega la canícula». Y allí, el redactor, tal como yo he tratado torpemente de hacer, explicaba muy bien plumeado dónde entraba el sol, bajo la jurisdicción de qué astral perro Sirio (nombre por cierto del perro del poeta Vicente Aleixandre) y anunciaba las grandes calores. La llegada de la canícula era un rito del verano como la cucaña, los puestos de higos chumbos o el pregón de los búcaros finos.

¿Por qué dejaron las sevillanas gacetas de hablar de la canícula? Yo creo que con la canícula pasó en los periódicos como con las Lágrimas de San Pedro en la Giralda: que se murió quien mantenía la tradición y el rito se fue a tomar por saco. Igual que las Lágrimas las mantenía el canónigo don José Sebastián y Bandarán, capellán de la Familia Real, la canícula era empeño de un redactor de «La Hoja del Lunes», Fernando López Grosso, quien firmaba la crítica taurina como «El Chico del Baratillo». Quien, por cierto, se me adelantó medio siglo en el artículo «Es de Bollullos y se llama Kevin» que publiqué el otro día. Toreó una novillada en Sevilla una terna compuesta por el menor de los hermanos Girón, Efraín Girón; por un torero granadino que se llamaba Torcu Varón; y por el colmenareño Agapito García «Serranito». Los tres novilleros dieron el mitin. Y El Chico del Baratillo comenzó así su crónica al día siguiente en «La Hoja del Lunes»: «Si ya es difícil ser torero llamándose José o Juan, excuso decirles a ustedes si el nombre es Efraín, Torcuato o Agapito».

Murió López Grosso y los periódicos sevillanos dejaron de dar la bienvenida a la canícula. Yo hoy, solemnemente, se la vuelvo a dar. Bienvenida de nuevo a tu vieja Sevilla, canícula de paipay y pericón, y que se vaya a tomar viento la alerta amarilla. Con la mala suerte que da el amarillo...

 

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