ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Griñán y el fantasma de Montpensier

Lo que son las cosas. Tú dices Montpensier y no piensas en el Duque de Montpensier, en el padre de María de las Mercedes por qué te vas de Sevilla si en nardo trocarse puede el clavel de tus etcéteras. Tú dices Montpensier y no piensas en Don Antonio de Orleáns, el consuegro de su cuñada Isabel II, el hijo de Luis Felipe, Rey de Francia. (Bueno, el mismo Luis Felipe no suena ya a Rey de Francia, sino a coñac bueno, bueno, bueno de La Palma del Condado.) Tú dices Montpensier y piensas en el local de copas que abrió Jesús Quintero junto al Lope de Vega. Del mismo modo que dices el teatro de Quintero y no es «Sangre gorda» ni «El genio alegre», sino el otro local que ha abierto El Loco en la calle Cuna. Yo me creía que Quintero iba a pasar a la Historia de la Comunicación hasta que vi que su afán era pasar a la Historia de la Hostelería con Montpensier. Pegó allí el barquinazo, y ahora su empeño es pasar a la Historia del Empresariado Teatral: adiós, Enrique Cornejo, que no quieres ná con nadie...

A pesar de estos pesares, tras los despilfarros de la Junta en San Telmo yo sí he pensado últimamente en Montpensier propiamente dicho, en el Duque, en Don Antonio de Orleáns, en el marido de la Infanta Doña María Luisa Fernanda, la que legó el Parque a los sevillanos para que lo disfrutaran y San Telmo a la Iglesia para que Amigo Vallejo pegara el pelotazo vendiéndolo. Aunque era muy negociante (tanto que vendía las naranjas de sus jardines, por lo que en Sevilla le pusieron de mote «El Naranjero»), Montpensier era un derrochón, un bolsa rota. Como en la copla de Pepe Pinto, en la diestra y la siniestra tenía un par de agujeros por donde se iba a los baños el río de los dineros de su padre, el Rey Luis Felipe. Estrictamente a los baños: a Sanlúcar de Barrameda, donde se hartó de comprar palacios cuando se estableció en España. Y no harto con Sanlúcar, se vino a Sevilla, a plantar la Corte Chica y a intentar destronar a su cuñada y futura consuegra, Isabel II, financiando a los conspiradores de la Revolución del 68. Tras vivir una temporadita en el Alcázar, un día que paseaba y empezó a llover se refugió en la vieja Escuela de Mareantes. Le gustó aquello. Y se lo compró para hacerlo palacio de San Telmo sin que le faltara un perejil. Ya digo: completamente despilfarrador.

Tanto, que su padre el Rey Luis Felipe, harto de darle dinero, le puso un mote entre cariñoso y cruel, deformando su título: en vez de Montpensier le decía «Mon Dépensier», que en francés significa «Mi Derrochador», «Mi Despilfarrador», «Mi Malgastador». El dinero que no gastaría en caprichos el gachó.

¿Lo gastó Montpensier, o sea Mon Dépensier, porque se lo pedía el cuerpo, o porque eso lo da San Telmo? Me inclino por lo segundo. El espíritu derrochón de Montpensier/Mon Dépensier ha quedado vagando por los salones de San Telmo como un fantasma, y quien toca aquello se pone a tirar el dinero como los locos. Se lo gastó Borbolla, cuando le costó la torta un pan, y tuvo que hacerle a Amigo Vallejo un seminario nuevo, no sé cuántas parroquias y apoquinarle tela del telón en crudo. Se lo siguió gastando Chaves, con su primera restauración: «que no farte de ná». Se lo ha seguido gastando Griñán con la segunda restauración, que ni se sabe lo que han derrochado allí entre lámparas, cocinas, estores y los que no son estores. Y ojalá quede aquí la cosa. Iba a decir que Dios quiera que cuando llegue Arenas... Pero aquí estamos hablando de Historia, no de Ciencia Ficción.

 

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