ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Con Madre Purísima no hay Plan B

En la Punta del Diamante me encuentro con mi amigo y echamos la sevillanísima paraíta. Viene del Palacio Arzobispal. Como es gente en el mundo de las cofradías, está en la comisión encargada de organizar la jornada de gozo de hoy en ese Estadio Olímpico que desde que Rojas Marcos lo construyó en plan «fagamos una obra tal» nadie sabía para qué servía y ahora, mira por dónde, ya lo sabemos: para que sea como un Vaticano a la sevillana, como una romana Plaza de San Pedro con gradas de José Luis Manzanares en vez de columnata de Bernini. Del lanzamiento de jabalina hemos pasado al lanzamiento de santos sevillanos para la Cristiandad. Y del levantamiento de pesos al levantamiento del paso de la Esperanza, que da lo mismo que lleve palio o no lo lleve, total, para lo que miramos el palio cuando pasa la Macarena...

Mi amigo viene de la reunión de la comisión organizadora de la beatificación de Madre María de la Purísima impresionado con el espíritu de la Compañía de Hermanas de la Cruz. A mí me lo va a contar, que soy sobrino del cuerpo... Cuando yo era chaval mi tía Pepa Burgos Carmona tomó esos hábitos y profesó como hermana de la Cruz. Dejó de ser Tía Pepa para convertirse en Sor Patrocinio de la Cruz. En este punto del espíritu de las Hermanas de la Cruz yo echo mucho de menos hoy al Padre Javierre, el biógrafo de Sor Angela y de la Sevilla de su tiempo en «Madre de los Pobres». Basta haber leído ese libro para conocer ese espíritu de las Hermanas. El sonido cansado de sus alpargatas en los amaneceres de Sevilla, cuando venían de velar a un enfermo toda la noche. Aquellos amaneceres eran un capítulo de novela: los señoritos borrachos que venían de la noche de francachela en el cabaré Viña Blanca de la Plaza de los Carros se cruzaban con las hermanas de la Cruz que volvían de pasar la noche en vela junto a un pobre enfermo desahuciado, en la alcoba de un corral. Una de aquellas monjas quizá fuera mi tía Pepa. O su coetánea Madre María de la Purísima. Yo siento hoy el orgullo de haber tenido una tía compañera de una santa: algo de esa Gracia me caerá. Y en las dos simbolizo ese espíritu de la Hermanas de la Cruz. Tía Pepa vivía en un corral de la calle Pedro Miguel. Era costurera y dependienta. Sor María de la Purísima vivía en la calle Claudio Coello de Madrid. Era una niña de las Irlandesas. Una pija del Barrio de Salamanca. Las dos dejaron sus mundos, tan distintos, por el universo único y verdadero de la entrega a Dios en la Cruz del servicio a los demás. Qué lección de confianza en Dios dan las Hermanas de la Cruz. Lo de los lirios del campo que dice el Evangelio. O las violetas de Sor Angela, que son los lirios evangélicos a la sevillana.

Por eso mi amigo, cuando me lo encuentro en la Punta del Diamante, viene impresionado con las Hermanas de la Cruz. Ha conocido de cerca cómo son, de sevillanas, de verdaderas. Como aquella monja mayor que tuvo de superiora a Madre Purísima, y que cuando presentaban la imagen de Miñarro le preguntaron qué le parecía, y dijo, con la guasa de aquí:

—Po regulá...

O como estas monjas que cuando estaban preparando el Desembarco en Normandía a lo Divino de hoy, y alguien dijo que había que tener un Plan B como alternativa a La Cartuja, por si llovía, saltó la misma voz de Sor Angela desde una estameña marrón y una blanca toca, y dijo:

—No hay que preparar ningún Plan B. De que el día 18 no llueva nos encargamos nosotras...

Y directamente con Dios, además. Como Tía Pepa. Como Madre Purísima.

 

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