ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La última telegrafista

Vuelvo a las esquelas mortuorias como género literario. Como a tantos sevillanos, me encanta leerlas y desentrañarlas, porque más que anuncio de la muerte son espejo de la vida. Venía el otro día en ABC la esquela de doña María del Rocío Pérez de Lera, fallecida en Sevilla a los 87 años. Debajo de su nombre, su profesión: «Telegrafista». Más que una esquela, era un gorigori por el telégrafo y por los telegramas («telégrama», esdrújulo, les decían muchos). ¿Cuándo recibió usted el último telegrama, el último susto o la última alegría dentro de aquel doblado recado azulina, como una pajarita de papel que el repartidor de Telégrafos, con su bicicleta, traía volando a casa, paloma mensajera de las buenas y las malas noticias? Mi generación a lo largo de su vida ha visto cómo hemos pasado de la locomotora de vapor al Ave, del cisco picón al suelo radiante, de la máquina de escribir al procesador de textos, del ventilador al aire acondicionado y del telegrama al correo electrónico.

Correos no era sólo Correos. Era Correos y Telégrafos. El Cuerpo de Telégrafos tenía fama de republicanote. A Correos se iba a echar las cartas en el buzón, pero también a poner telegramas. Ponerlos era un ejercicio de condensación expresiva. Como el SMS ha inventado una nueva ortografía, el telegrama, como se pagaba por palabra, te obligaba a un curso acelerado de gramática condensada: decir lo máximo con lo mínimo. El profesor de Literatura nos explicaba en el colegio que Azorín tenía «un estilo telegráfico», por sus frases breves con muchos puntos. El más iletrado redactor de un telegrama se sentía Azorín, para decir lo máximo al menor costo. Hasta había plantillas, con frases hechas: «Padre grave ponte en camino». O telegramas históricos, como el que puso Don Alfonso XIII al general Silvestre cuando la guerra de Marruecos: «Ole tus cojones». Ahora los mozos de espada, desde el callejón y por el teléfono móvil, van diciendo a la familia del torero cómo ha estado en el primero y cómo en el segundo. Antes las familias de los toreros se enteraban por el telegrama de los sustos. O por el «telegrama de las amapolas», como acuñó el sevillano Gonzalo de Benthancourt y Carvajal, Gonzalo Carvajal en el siglo de la crítica taurina. Hay todo un anecdotario de los telegramas taurinos. Como el antológico que recibió la familia de Rafael el Gallo tras una tarde que dio el mitin: «En el primero gran bronca stop en el segundo ya te contaré al llegar a Sevilla».

Cuando yo llegué en Sevilla a este bendito oficio del periódico, a los teletipos de las agencias se les seguía llamando «telegramas»: un telegrama de Efe, un telegrama de Mencheta. Muchos fuimos usuarios e incluso abonados con clave del Telebén, los telegramas por teléfono, comodísimos. Con un telegrama por teléfono quedabas divinamente en los banquetes de homenaje. No tenías que pagar el cubierto ni que aguantar a un pesado en la cena, y, encima, leían tu adhesión a la hora de los discursos y hasta te la aplaudían si la redactabas con cierta gracia. El telegrama era el mejor abrazo de pésame: «Enterado triste noticia...». El telegrama era el mejor ramo de flores para las madres que daban a luz.

Yo por eso, ahora, le pongo este gorigori en forma de telegrama de pésame a la familia de doña María del Rocío Pérez de Lera, quizá la última telegrafista de Sevilla, que quizá fue mensajera de tantas penas y tantas alegrías de nuestras vidas, en los doblados papelitos azulinas que nos traía el repartidor con su bicicleta.

 

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