ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Enea para Juan Quidiello

A Sevilla se le muere el malva de un atardecer, la esquila de una espadaña, un vuelo de vencejos pregonando el gozo, el ala del chambergo de un seise, cada vez que se va uno de los personajes que tejieron el sueño imposible de esta ciudad. Y más todavía se le muere a Sevilla cuando ese personaje es de Triana. La muerte de un trianero notable es como un doble adiós a una inciertamente cierta Sevilla. Por eso yo hoy, como si fuera un poeta ultraísta de la revista «Grecia», o un concurdáneo de Isaac del Vando y de Adriano del Valle, quisiera escribir un artículo en forma de silla. No una silla palaciega, una silla de la Casa de Pilatos o de los cuartos reales del Alcázar. No una silla de artesano carpintero, como las que hacía mi recordado Pepe Ribera, los Luises de la Francia según el terciopelo verde de San Roque. Yo quisiera hacer hoy con mis palabras una humilde silla trianera, con sus travesaños de palo sin tornear; con sus cuatro recias patas como zancos de pasocristo; con la taracea de su culo de enea trenzado con las juncias del río; y sobre todo con su respaldar, para poder pintar en la central de sus tablas, con una plantilla de lata y una brocha embadurnada en el negro de la pena, la rúbrica de esa pequeña obra de arte popular, título inmemorial de la grandeza de Sevilla y de Triana: «Quidiello».
Como cuando pasa La Soledad de San Lorenzo por la Punta del Diamante los parcelistas van cerrando por última vez en la Semana las sillas de tijera, y con su lígneo clasclás como crótalo de gazpacho de cigüeña sin chimenea de las Atarazanas despiden al gozo hasta el año que viene, así yo hoy cojo una silla del cuarto de los cabales de la calle Castilla y la cierro en memoria de Juan Quidiello, que se nos ha ido a poner las sillas eternas en la carrera oficial del cielo.
Todavía resuena el eco de los campanilleros navideños: «En el cielo se alquilan balcones para un casamiento que se va a hacer»... Y el duende de las murallas de la Macarena, que desde la Torre Blanca endiquela divinamente el paraíso, me ha dicho que a ese cielo donde los sevillanos que se van alquilan balcones para seguir viendo la gloria misma desde la Gloria ha llegado el trianero Juan Quidiello con una batea de sillas. Las ha descargado. Las ha apilado esperando al primer nazareno de La O. Ha abierto una mesa de tijera de trastienda de caseta. Y tras ella ha puesto una de sus obras de arte popular, con un letrero que dice: «Se alquilan sillas en este sitio para toda la verdadera Semana Santa, donde La Canina pregona que Mors Mortem Superavit».
Las sillas de Juan Quidiello fueron Sevilla misma. Enea de la carrera oficial, enea de los palcos, enea del Corpus, enea de las casetas, enea para la murga en la Alameda, enea de la silla del guitarrista a la que se aferra la mano del cantaor cuando le ahoga la soleá, enea de la silla que le bajan al torero para que banderillee sentado. Enea sonando a grillos, con salamanquesa en la pantalla de los cines de verano. Sillas de enea que venían a alquilar desde los pueblos para los velatorios. Yo he querido hoy, Juan Quidiello Corujo, para que lo lean Pepita Poveda su mujer y los hijos que continúan su dinastía sillera, que este artículo sea como una alquilona silla de enea de un antiguo velatorio de pueblo. Como las que los Quidiello ofrecen a Sevilla desde hace 100 años. ¡Vamos, que hasta he querido que tenga su chinche, como las buenas sillas de los cines de verano! Es mentira lo que dicen: quien fue a Sevilla perdió su silla. Juan Quidiello se hartó de ir a Sevilla desde Triana y nunca perdió su silla, sino que la hizo trono de gloria para nuestras tradiciones.
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