ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La eterna Sevilla de Luis Arenas

La Sevilla Eterna estaba ahí, en el bronce de la Giralda, en la cal de las espadañas, en las piedras de molino de los zócalos, pero no existió hasta que llegó Luis Arenas Ladislao, la retrató y el otro Luis, Luis Ortiz Muñoz, se fijó en las fotos, les puso un texto y la llevó a título de un libro, como habían publicado «Sevilla en fiestas» o «Semana Santa en Sevilla», biblias de nuestra imagen, impresas en el huecograbado de Heraclio Fournier. Estaba bien que los dos Luises, Arenas y Ortiz Muñoz, imprimiesen sus libros en las mismas prensas que los naipes de las barajas españolas. Estaban tirándose un rentoi con la invención de la imagen de la Sevilla Eterna. Sevilla o es sueño de poeta o es invención de enamorado. Caso contrario, como ocurre ahora, es Düsseldorf con setas. Aquella Sevilla de los libros de Luis Arenas era ambas cosas: la invención de enamorado de su cámara de fotógrafo y el sueño del poeta Luis Ortiz Muñoz, protector de la ciudad y de su Hermandad de la Amargura desde el Madrid del No-Do y del naciente Ministerio de Información y Turismo.

Luis Arenas, cuya obra principal podemos ver ahora en la Casa de la Provincia, fue fotógrafo de muchas Sevillas. De las dichas de la ensoñación, descubrimiento con retina de viajero romántico. Pero también fue fotógrafo de toros. En la colección de «El Ruedo» están sus fotos de una Sevilla taurina que va de Pepe Luis a Pepín Martín Vázquez y Manolo González. Como vivía en Nervión, al lado del viejo campo del Sevilla, también fue fotógrafo de fútbol. Y de niños. Sobre todo, de niños. Tenía Luis Arenas una galería en plena calle Tetuán esquina a Albareda, donde ahora está el Banco de Sabadell, y en su escaparate mostraba sus delicadas fotos de niños, tan sonrientes, tan escamondados, tan repeinados con su quiquiriquí de limón, que las veías y te olían a bañera, albornoz y colonia Farina. En ese escaparate estuvo años y años, hasta que fue mocito, el hijo de Luis Arenas, Paco Arenas Peñuelas, el que cantó el «Redde» en el Miserere de Eslava con don Pedro Braña de director. Paquito estaba retratado de flamenco, de corto, con sombrero de alancha, chaquetilla blanca, un catavinos en la mano y gesto sinvergonzón. Su otro hijo, el mayor, Luis, estaba en una creación que luego le copiaron a Arenas siete mil fotógrafos: en una tira alargada, tres gestos diferentes del mismo niño, de la risa al llanto.

Los hijos de Luis Arenas estaban en Portaceli, donde cada mes de junio llegaba su padre con los avíos de retratar para hacernos la foto oficial del curso. De Villasís a Portaceli, todos los viejos niños de los Jesuitas estamos retratados en grupos de cursos por Arenas. Sus hijos, como los niños de sus fotos, han pasado a la posteridad porque, ya zagalones, actuaron de figurantes, vestidos de nazarenos de cola y cinturón de esparto, para un cartel de la Semana Santa de Sevilla que recorrió el mundo. En esta foto histórica del cartel de Luis Arenas, que fue el primero que retrató el crujío del Calvario en la Madrugada, dos nazarenos van por Ximénez de Enciso. No hay luz de primavera y tambores. Hay luz de siesta de verano. Porque por exigencias del guión, esa foto se hizo en verano. Arenas tiró de sus hijos para vestirlos de nazareno y hacer su obra de arte. Llevaron las túnicas y se vistieron en un portal. En plena siesta de agosto. De la que despertó una vecina que los vio vestirse y le comentó al marido:

—¡La gente está loca! ¿Pues no que hay dos chavales vistiéndose de nazareno en el zaguán de don Juan Lemus?

Luis Arenas Ladislao, en efecto, estaba loco. Locamente enamorado de la Sevilla que inventó su máquina fotográfica.

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