ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El tío del incienso

Cuando las carabelas de Colón se acercaban a las que creyeron Indias, el almirante escribió en su diario una frase con la que por cierto tituló Caballero Bonald la novela con la que ganó el premio Ateneo de Sevilla, cuando el Ateneo era el Ateneo y el premio Ateneo era el premio Ateneo: «Toda la noche se oyeron pasar pájaros». Llegado este tiempo en que por Cádiz toda la noche se oyen pasar bombos y cajas hacia el concurso del teatro Falla, los que escribimos en Sevilla nos sentimos como Colón cuando sus naves se acercaban a la costa. Tratamos de adivinar unas ramas que vienen flotando, unos pájaros que vuelan, unos trozos de tronco. Tratamos de adivinar los signos ciertos de la incierta cercanía de la gracia. Y como Rodrigo de Triana gritó «¡Tierra a la vista!», estamos siempre deseosos de escribir nuestra exclamación ante la certeza de la aproximación indudable de los días del gozo:

—¡Luz a la vista!

Por eso nos fijamos en los signos que, como pájaros, como ramas, como gaviotas, nos trae la mar de los días. Si ayer barruntábamos el «¿estáis puestos, tambores y cornetas, con la pena cabal de la alegría?» en la cigüeña que tiene tanto paladar que pone casa en la calle Dos de Mayo, en la chimenea del que fue Parque y Maestranza de Artillería, hoy me viene el olor que me traje la otra tarde desde la Punta del Diamante. Punto el de la Punta del Diamante en el que debo aclarar, porque he leído más de una confusión, que esa esquina no se llama así por el café que había donde ahora Estarbú, donde don Santiago Montoto hacía tertulia con su inseparable Daniel Pineda Novo, sino que es justo al revés. El café se llamaba La Punta del Diamante por esa esquina del Sagrario con Alemanes y de García de Vinuesa con la Avenida. En la casa que había en esta esquina, que derribaron para hacer el Edificio Hadriano con hache, donde ahora está el Horno de San Buenaventura, recuerdo haber visto un azulejo del nomenclátor de Olavide que alguien robaría en la demolición, que ponía bien claro el topónimo: «Punta del Diamante».

Ese azulejo estaba justo donde ahora se pone el tío del incienso, con su mesita de campimplaya y una caja de Güinston del estanco a modo de trastienda. Yo que alcalde, ponía en plantilla a este vendedor, que obra el milagro: con sus encendidos pebeteros de barro en forma de chimeneas de La Cartuja consigue que huela a Sevilla un paisaje urbano que lo miras y te crees que estás en Düsseldorf. Tiene allí en su mesita, como cofres del tesoro, las abiertas bolsas donde guarda los distintos tipos de incienso: del Silencio, de romero, del Cristo de Burgos. ¡Como trasmina a Sevilla el incensario inmóvil de la esquina de la Punta del Diamante!

Como esa esquina está en la manzana del paraíso donde nací, me conozco todos los tonos de ese olor. Y como Colón veía pasar pájaros toda la noche, loquito por llegar a tierra, yo, loquito por que pasen estos fríos y llegue la Semana Santa, he visto pasar el incienso de la Punta del Diamante del olor a Pascuas al olor a cofradías, símbolo cierto de que se acerca lo que se acerca. Hasta ahora, en la calle García de Vinuesa olía a Navidad con el incienso. Con esta luz que se va acercando sobre los pies, ¡poco a poco, las llamadas del gozo las quiero muy cortitas!, el incienso de la Punta del Diamante huele ya a cofradías. Tanto que, será mi impaciencia, pero huelo el incienso de la Punta del Diamante, sigo andando por la Avenida y al llegar a Correos me parece que me voy a encontrar los blancos nazarenos del Porvenir yendo hacia La Campana.

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