ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Gaditano Manzano

Todas las disquisiciones y polémicas que usted habrá leído sobre el lugar de nacimiento de Colón, que si era genovés, que si era catalán y no se gastaba un duro, que si era gallego e iba realmente a las Indias para poner un freidor, se quedan en nada al lado de la cantidad de teorías existentes acerca de dónde es el arquitecto Rafael Manzano.

—¿De dónde va a ser? De la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría y de la Sevillana de Buenas Letras...

No, no me refiero a sus medallas académicas, ni a la de las Bellas Artes, que le dieron a pesar de que no es matador de toros que anuncie relojes, ni modisto, ni cantaor, ni siquiera de la piompa. Me refiero al ignoto lugar de nacimiento de Rafael Manzano, sobre el que hay casi tantas teorías como sobre la pérdida del brazo de Valle-Inclán. Unos dicen que Manzano es sevillano; si no, de qué y de cuándo va a ser la ingrata ciudad tan injusta con él, lo que repetía don Santiago Montoto: «Fuiste madre para otros/y madrastra para mí». En plan La Parrala, que sí, que sí, que no, que no, otros aseguran que Manzano nació en Jerez, pero como no se dedica al vino, ni a los caballos, ni al cante, ni a pegar el barquinazo como Ruiz-Mateos, pues se le nota poquísimo su jerezanía. Incluso, dentro de esta línea de pensamiento, hay quienes afirman que Manzano no sólo es de Jerez, sino señorito de Jerez, aunque sea lo menos señorito que se despachó nunca en Jerez. Por no hacer larga la historia, que daría para siete güiquipedias, diré finalmente que otros lo toman por granadino, que la cosa suya de discípulo amado de Torres Bal-bás y de Chueca Goitia le viene por Granada.

Así estaba la disputada cuestión, cuando vino la alcaldesa Teófila Martínez y la resolvió de un plumazo: nombrando Hijo Predilecto de Cádiz a Rafael Manzano no sólo ha hecho justicia al gran profesor de Historia del Arte, al gran arquitecto, al gran restaurador, al cultísimo humanista, al premio Driehaus (como un Nobel de la Arquitectura), sino que le ha quitado a la gente un peso de encima:

—¡Hombre, por fin sabemos que Manzano nació en Cádiz!

Así se explican muchas cosas. Así se explica su espíritu liberal y zumbón, su gracia, hasta su lengua viperina, que me encanta, pues le envidio su genial mala uva. Manzano y yo estamos juramentados para un lance de humor absolutamente negro y post mortem. Nos tenemos mutuamente prometido que el que sobreviva de ambos intervenga en la sesión necrológica que habrá de dedicarle nuestra Real Academia Sevillana de Buenas Letras al primero de los dos que la palme. En ese acto, el superviviente debe proclamar sobre el otro:

—Señores académicos, ahora que el compañero desgraciadamente falta he de reconocer solemne y públicamente algo que siempre le negué en vida: él tenía mucha más mala leche que yo.

Manzano es, pues, de Cádiz, y se le nota, porque lo han suspendido en Ojana Sevillana, y así le va. A pesar de todo lo que ha hecho por el Alcázar, por nuestros monumentos, por la formación de nuestros arquitectos, por la ciudad en suma, aquí que le ponen calle a tantos chuflas no le han dedicado ni una mala barreduela, ni concedido el menor honor municipal, en vida paralela con su gran amigo Morales Padrón. Cádiz es generosa con sus hijos, incluso con nosotros sus adoptivos. Sevilla es mezquina, cainita, cruel, cicatera, ruin: no reconoce el mérito de nadie que no sea un agradador del poder, un figurón o un bailador del agua. Por eso Sevilla se merece que Rafael Manzano le ponga los cuernos con Cádiz.

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