ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO
La
Semana Santa son los padres
No, los Reyes Magos no son los padres. Los
Reyes Magos son la infancia, el recuerdo de la niñez, los
zapatos puestos en el balcón, aquel tren eléctrico que nunca
llegó a la estación de nuestros sueños, y mira que sacamos
billetes de petición y reserva de asiento, veces y veces, en
la carta que llevábamos a los buzones de Correos, siempre en
la duda de dónde echarla, de dónde caía Oriente, si le
correspondía el que ponía "Extranjero" o el que decía
"Provincias".
No, los Reyes Magos no son los padres. De ninguna de las
maneras. Aunque en un recreo del colegio con bocadillo de
carne de membrillo o de solitaria onza de chocolate nos lo
dijera aquel niño picardeado que fumaba cigarritos de
matalahúva y presumía de haber visto desnuda a una niña
mirando por un agujerito en las casetas de la playa, los
Reyes Magos no son, nunca fueron, no pueden ser los padres.
Y yo sé por qué. Los padres no pueden ser los Reyes Magos
porque a tantas fiestas no pueden acudir, demasiado tienen
con su trabajo, con las fatiguitas de la casa, con las
angustias de los dineros. Los padres no pueden ser los Reyes
Magos porque los padres son la Semana Santa. O dicho del
revés: la Semana Santa son los padres. Sin nuestros padres,
nosotros no tendríamos ahora esta emoción de estas horas de
vísperas en la ciudad, para las que parece escrita la
descripción que el Apocalipsis (21,2-3) hace de la ciudad
santa, de la nueva Jerusalén: "Compuesta como una novia
engalanada para su esposo... Ved aquí el tabernáculo de Dios
entre los hombres, morará con ellos. Y ellos serán su
pueblo, y el mismo Dios, habitando en medio de ellos, será
su Dios".
Fueron nuestros padres, llevándonos de la mano, quienes nos
enseñaron a deleitarnos con estos olores, con estos sonidos.
A alabar al Señor y a su Madre con la sencilla oración del
tacto de las cosas: la enea de la silla de la carrera
oficial, la cera de la bola que iba creciendo con el
lagrimeo de los cirios como una perfecta imagen del mundo,
el esparto de los cinturones de los negros nazarenos, la
blanca sarga de los que la cruz de Santiago al pecho
llevaban, y una palma, y eran niños como nosotros...
Nuestros padres nos enseñaron los ritos que aprendieron de
los suyos. Repetimos sin saberlo las ceremonias de la
tristeza y de la alegría que construyeron amorosamente los
padres de los padres de los padres de nuestros padres, y que
han ido pasando de generación en generación sin que el
tiempo moviera un varal, sin que el viento de los años
apagara una vela de la candelería.
Suenan ahora esos primeros tambores, oigo ahora esas
primeras cornetas y la emoción que siente la hija de mi hijo
es la misma que yo sentí, nieto de mi abuelo. Metáfora
perfecta de la vida, hoy la Semana Santa que nace una vez
más sin haber muerto nunca, que cada año resucita, es una
niña vestida de gala, como para la primera comunión que va a
hacer la ciudad. La niña no sabe por qué siente esa emoción,
por qué se alegra con esta luz nueva que parece que estrena
a la ciudad, ¿o es la ciudad la que estrena luz antigua, luz
de siglos, de siempre, que arde en los cirios que irán
engrosando la bola de cera de su vida?
Sí, la Semana Santa son los padres. Si para aquella historia
chusca sevillana Pilatos fue el que por poco nos deja sin
Semana Santa, nuestros padres y los padres de nuestros
padres son los que no nos dejaron sin Semana Santa, los que
construyeron este gozo que hoy estrenan nuestros hijos, y
que cada Domingo de Ramos estrenarán los hijos de nuestros
hijos.
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Biografía de Antonio Burgos