ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Hoy cambió Sevilla

TAL día como hoy, 25 de noviembre, hace cincuenta años, en 1961, cambió Sevilla. No por decisión política, por devenir histórico o por cambio de régimen o de mentalidad, sino por las desatadas fuerzas de la Naturaleza. Por una arriada. Sencillamente por una riá. Y no del Guadalquivir, sino por el desbordamiento de un arroyo hasta entonces desconocido: el Tamarguillo, al que el ingenio sevillano y el humor frente a la adversidad le puso el mote del corrido mejicano de Pancho López, «Chiquito pero Matón». La riada del Tamarguillo cambió a Sevilla en 1961 mucho más que el terremoto de Lisboa en 1755.
Eran las cuatro menos cuarto de la tarde de aquel sábado de noviembre cuando, tras seis días de lluvia en los que cayeron 333 litros por metro cuadrado, se rompió en la Carretera Amarilla el muro de contención del arroyo Tamarguillo y ¡agua va! Toda Sevilla se inundó. Peor que la riada de 1936. Peor que la de 1947. No sólo por las aguas del desbordado Tamarguillo, sino por los vasos comunicantes: crecidos los ríos, los husillos, en vez de tragar agua, eran cataratas, manando mares. Las aguas arrasaron la Carretera Amarilla, entonces un núcleo de chabolas e infraviviendas, y se extendieron por todas las barriadas, de La Corza a San Jerónimo o al Prado. Llegaron a Heliópolis y a La Calzada. E intramuros: se arrió la Alameda de Hércules, se arrió La Campana, se arrió la Puerta Jerez...
Sevilla tenía entonces algo más de 400.000 habitantes. 4.172 viviendas resultaron afectadas. Fueron días de angustia, con las barcas de la Plaza de España repartiendo pan por los barrios históricos y los remeros del Club Náutico auxiliando a los arriados. O tantos voluntarios improvisando verdaderas ONG de auxilio. Y con el Ejército poniendo sacos terreros para cerrar la brecha del muro de contención. Y con Franco mandando a Sevilla a sus ministros de tres en fondo. Y con Gregorio Cabeza multiplicándose para improvisar refugios para los arriados.
Lo peor vino después. Gracias a la hora, la riada no fue una sangría de vidas humanas. Pero luego el muy sevillano Bobby Deglané organizó desde Radio España de Madrid la jacarandosa «Operación Clavel» para repartir ajuares, muebles, ropa y auxilios a los arriados. Como en una película de Berlanga, vinieron en folclórica caravana: «Bienvenido, Mister Bobby». La gente salió a esperarlos como quien va a ver las cofradías. Con la mala fortuna de que una avioneta de la revista «La Actualidad Española» que retrataba desde el aire el triste numerito, cayó sobre los noveleros sevillanos que esperaban en la Autopista de San Pablo. Una tragedia sobre otra tragedia. Los motocarros llevaban a la casa de socorro del Prado los cadáveres decapitados...
Y luego, cuando ya salió el sol, y se retiraron las aguas, el caserío viejo y abandonado de la Sevilla intramuros, de la inhumana ciudad de los corrales de vecinos, empezó a resentirse... y a beneficiar a los especuladores. Y vinieron los hundimientos con muertos, como en la calle Guadalupe. Y los derribos. Y la despoblación del casco antiguo, la expulsión de los vecinos de los corrales en ruinas. Se crearon los refugios municipales. Por los que pasaron 125.000 sevillanos, antes que el Régimen les diera un piso en el Polígono o en una nueva barriada. Uno de cada cinco sevillanos pasó por los refugios antes de que Utrera Molina les diera un piso. La Sevilla intramuros dejó de tener barrios populares. Surgió la Sevilla de las barriadas. Tras la desgracia de un día, Sevilla avanzó lustros. La Sevilla que vivimos es consecuencia directa de aquel día. Pobre ciudad, pobre ciudad, que sólo cambia a golpes de exposiciones o de desgracias.

 

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