ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El niño que quería ser armao

 

IGUAL que dicen que los nobles tienen sangre azul, hay sevillanos con probada sangre verde. Sangre verde macarena. Juan Vaz García la tenía. La Esperanza es una forma de vida. Y de vivir Sevilla. Juan Vaz le legó a su hijo el macarenismo y el amor por Sevilla. Lo convertía en palabras cuando, aficionado a las letras como era, le leía en voz alta algún sevillano texto que le emocionara. Vaz era sevillano hondo y fino, de extasiarse ante la cal blanca de la plazalostoros, maldiciendo no haber cumplido el sueño de pisar su albero vestido con un traje de luces. Se recreaba paseando a su hijo por Sevilla, enseñándole a amarla, entrando en la Catedral, bajando por la Calle de la Mar hasta El Arenal para empaparse del olor a río. Le hablaba a su hijo del capataz de la Macarena, de Luis León: «Es el hombre con más suerte del mundo, nadie tiene a la Madre de Dios tan cerca como él». Cuando la hermandad pidió que se domiciliasen las cuotas en el banco, Juan Vaz se negó. A él le gustaba que viniera a su casa a cobrárselas nada menos que un centurión de la mismísima Roma, José López Fernández, Pepe el Pelao, el Capitán de los Armaos, que hacía sus chapuces el hombre como cobrador de la hermandad. Aquel niño, el hijo de Juan Vaz, recuerda todavía la llegada de El Pelao con los recibos, un acontecimiento en la casa:
—Niño, que va a venir el Capitán de los Armaos, a ver cómo te portas...
Y la madre le ponía al Pelao su cafelito y sus pasteles, y el niño se quedaba allí escuchando cómo los mayores hablaban de la Esperanza, y de la hermandad, y de las corazas nuevas de la Centuria, y de sus cosas, porque la razón de la visita, el cobro de las cuotas, lo solventaban en quince segundos. Aquel niño veía extasiado la calva cabeza como de mármol de estatua de Itálica de aquel vencedor de mil batallas de gracia de la Madrugada, y lo escuchaba boquiabierto, admirando la figura y la importancia de quien imaginaba como el mismísimo Julio César vestido de paisano:
—¿Este es de Cristo o de Virgen, Juan? —preguntó una tarde El Pelao, acariciando la cabeza del niño.
—De Cristo, Pepe, más morao que ojú. Y además, está loco por salir de armao.
—Entonces éste es de los güenos —dijo El Pelao con una magnánima sonrisa de senador romano.
Pasó el tiempo. Dejó el pobre de Pepe el Pelao la capitanía de la Centuria, enfermó y perdió la memoria, que sólo recobraba al escuchar el rufar del tambor de Pepe Hidalgo. Aquel niño creció, vistió la túnica de merino muchas madrugadas, envidiando el plumerío de la Centuria, la Marcha Real al Pájaro cuando salía de la basílica. Por fin, tras muchos años de espera, quizá ya con Pepe García de capitán, pudo cumplir su sueño, y salir de armao. La gandinga se le antojó como la más privilegiada guardia pretoriana. Su corazón, bajo la coraza, se sentía casi tan cerca de la Madre de Dios como Luis León con la mano puesta en el dragón del llamador. Y así fueron pasando madrugadas y madrugadas de pluma y corazas, racheando el paso sobre la alegría de Sevilla al verlos, las noches de verdadera hermandad entre armaos de la calle Parras, la gracia suprema sevillana del canallerío del relente.
Hoy aquel niño que quería ser armao, y que lo fue, ocupa el mismo puesto que su admirado Pepe el Pelao. Hoy el niño que quería ser armao es el Capitán de la Centuria. Es el hijo de Juan Vaz. Se llama Fernando. Si lo cuento es porque Pepe el Pelao me dejó una pluma de su casco de Capitán de los Armaos para que escribiera con ella, mojándola en tinta morada, estas macarenías a mayor gloria de la Esperanza Nuestra.

 

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