ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Mi Señor Don Mingote

DE pronto, aquella tarde, se me apareció como en un adelanto del tiempo este momento, ay, que ya ha llegado. Se iba a inaugurar una exposición del que yo llamaría el Mingote Multimedia. Sí, está el Antonio Mingote de su diario editorial pintado de ABC, heredero del humorista de «La Codorniz» de Miguel Mihura y de Álvaro de Laiglesia, de las dos; el que algunos leíamos de muchachos en una revista semanal ligada al «España» de Tánger, «Don José» impresa en papel de color verdecito, pero no por bética, sino porque su genial director se llamaba Antonio Mingote Barrachina. Pero aparte de este Mingote dibujante de humor o humorista con dibujo, existía otro de tan amplio espectro como el Britapén, dominador de todas las Bellas Artes. Es el Mingote Multimedia que digo, que lo mismo publicaba libros como «Hombre solo» O «Historia de la gente» que dibujaba barajas de naipes para jugar al mus, exclusivamente para derrotar a Alfonso Ussía. Que lo mismo modelaba los muñequitos que salían bailando desde una fachada madrileña al dar las horas un reloj de sonería, que diseñaba cubiertas de libros para los amigos e incluso para los que, por decirlo en sus palabras, no le hacían ni fú ni fá.

Y fue con ese Mingote Multimedia en uno de sus bolos cuando aquella tarde que evoco, como en un adelanto del tiempo, se me apareció este momento, ay, que ya ha llegado. Mingote acababa de ilustrar para Planeta una edición de bibliófilos del Quijote. Carísima. Carísima por los dibujos de Don Antonio, claro, no por el texto de Don Miguel, que tampoco era manco en genialidad. Los originales de aquellos dibujos iban a ser expuestos en la casa natal del Cardenal Wiseman, el autor de «Fabiola», donde la Fundación Lara tenía su sede en el barrio de Santa Cruz de Sevilla. Antes de que la exposición fuera abierta al público, Antonio e Isabel Mingote nos invitaron a unos poquísimos amigos sevillanos, yo creo que sólo a Curro Romero y al guardia que suscribe, para que hiciéramos una visita previa a los dibujos quijotescos. Por no salir de Cervantes, vive Dios, que me espantaba aquella grandeza de la poca importancia que Mingote se daba ante su obra, conforme nos la iba explicando. Al contrario de cualquier pintamonas al uso, Mingote no le concedía valor alguno a aquellas ilustraciones de libro tan preciado y cotizado. Hasta que llegamos a un dibujo donde se detuvo especialmente. Aquel dibujo se veía que sí le conmovía. Era su ilustración al pasaje cervantino de la muerte del Ingenioso Hidalgo. Había mucha ternura, mucho dramatismo, mucha realidad de la vida en el bocadillo que Mingote le ponía a Sancho ante un Don Quijote yacente y moribundo: —¡No se me muera usted, Señor Don Quijote! Le vi a Antonio como un gesto de solemnidad. Nos paramos en silencio ante su magistral dibujo. Rompiendo el silencio, nos atrevimos a decir: —Pues lo mismo que Sancho a Don Quijote te digo yo ahora, querido Antonio: «No se me muera usted nunca, Señor Don Mingote».

Señor de las libertades, señor de la inspiración, señor del arte y señor de la casi sagrada unción de la gracia. Esa era la jurisdicción territorial del señorío del Marqués de Daroca, título con que lo creó Su Majestad. Mingote aparecía siempre como un señor, pero un señor serio y más bien aburrido que, contra lo que gente esperaba, nunca decía ocurrencias ni gracietas. Yo sabía aquella tarde de su exposición en la calle Fabiola que habría de llegar un día en que me acordaría de su gesto serio ante su propio dibujo de la muerte del Quijote. Siendo tan España como Antonio era, la muerte del Quijote o la muerte de Mingote, al fin y al cabo, vienen a ser casi lo mismo. Y a mí, como a Sancho, se me ha muerto mi Señor Don Mingote precisamente en la tarde en que también Cristo tiene su Buena Muerte en Sevilla.

 

 

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