Como en el toreo las costumbres son leyes no escritas,
terminada la corrida de la Beneficencia los tres diestros
actuantes subieron al palco real para saludar a S.A.R. la
Infanta Doña Elena, que, como heredera de la afición de La
Chata y de su augusta abuela Doña María de las Mercedes,
había presidido el festejo en nombre de la Real Familia y
habría de entregar a los tres espadas la protocolaria petaca
de plata como agradecimiento a sus brindis. Allá que subió
José María Manzanares, que este año ha pagado caro su
triunfo en Sevilla. Antes que Esperanza Aguirre ponga sus
peajes, la afición de Madrid ya los tiene establecidos: en
San Isidro, para los toreros que triunfan en Sevilla, a los
que les cobra con el silencio, el desprecio y la guasita de
los óles a destiempo que cometan la osadía imperdonable de
cuajar toros en El Arenal antes que en Las Ventas. Allá que
subió también al palco Morante, con esa cara de asco con que
va por la vida, perdonándonos a los demás no ser Morante. Y
allá que subió el pobre de Alejandro Talavante. Cualquiera
que lo viera llegar creería que lo había cogido no el toro,
sino una moto. Llevaba moratones, le faltaba una hombrera en
la chaquetilla, no le quedaba en ella ni un macho, ni un
remate, ni una rosa, ni una muletilla vivos. Pero a
Talavante no lo había cogido una moto cuando subía al palco
real: había salido por la Puerta Grande de Madrid, que es
peor el palizón que les pega la gente. Antes los toreros
iban de la Puerta Grande a la gloria; ahora, contentos
quedan si no han de ser conducidos directamente a la Clínica
La Fraternidad, del palizón extenuante que les dan en la
¿triunfal? salida.
Yo evoco ahora una fotografía en la que Antonio Bienvenida y
Curro Romero salen a hombros por la Puerta Grande de Madrid,
escoltados por una pareja a caballo de la Policía Armada,
tras el histórico mano a mano del 28 de mayo de 1966. Van
los dos diestros como papas en la silla gestatoria de los
hombros de los aficionados. El hijo del Papa Negro y el
Faraón de Camas alzados sobre la multitud, solemnes,
enhiestos, con los riñones metidos como buenos jinetes de la
gloria. El público los aplaude guardándoles como una
distancia reverencial de respeto y admiración. Y nadie osa
acercarse a ellos, nadie los toca, ni nadie, por descontado,
se atreve a arrancarles ni una sonrisa.
Evoqué esa foto viendo desde mi sillón de tendido con orejas
la salida del pobre de Talavante. ¡Qué horror! A Elvis
Presley, en toda su vida, no le arrancaron sus partidarias
tantos botones de la chaqueta como jirones de la chaquetilla
a Talavante tras su triunfo en la Beneficencia. Frente a la
majestuosidad de la salida de Bienvenida y Romero, la de
Talavante era un cruce del almonteño salto de la reja con la
Tomatina de Buñol, pero sin tomates. Paraíso de carteristas,
la bulla empujaba a los portadores del torero como en
oleadas. Le tiraban al diestro de un brazo y del otro, lo
trataban de tirar al suelo y todos, cien mil manos,
arrancándole oros y caireles, remates y machos del vestido,
como desvalijándolo, como los hambrientos asaltan los
supermercados en el Tercer Mundo, en un acto colectivo de
pillaje que nadie impide. Si el toreo está mal, ¡anda que
las salidas a hombros de Madrid! Se han convertido en un
tormento para los diestros triunfantes. Los náufragos del "Titanic"
llegaron menos exhaustos al "Carpathia" salvador que arriban
a la furgoneta de la cuadrilla los que salen a hombros en
Las Ventas. La verdadera recompensa por el triunfo no es la
salida por la Puerta Grande, sino la llegada, ¡por fin!, a
la furgoneta. Puestos así, mejor que les den un manteo en el
ruedo y los dejen irse tranquilamente a su casa sin
agresiones. El mejor premio sería librarlos del triunfal
linchamiento de las hordas venteñas.
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